Todos deberíamos ser como Holly y tener nuestro propio Tiffany’s: para andar, para mirar, para perderse de uno mismo o sólo para desayunar. Y si este último fuera el caso, todos deberíamos saber qué pedir sin titubear ante la carta, sin contar calorías y sin prever la gastritis del día por venir. Todos deberíamos tener al menos esa certeza, que nos haría sonreír en un Tiffany’s imaginario.
Lo mío eran los waffles, y lo digo en pasado porque mis desayunos no existen, no a la hora tradicional, gracias al insomnio que me ha acompañado en los últimos años. Podría decir que mis desayunos son mutantes: pueden llevarse a cabo a la hora de la comida o de la cena. Admito que extraño esa luz limpia de las mañanas que se refleja en un vaso y armoniza con el jugo ahí vertido. Extraño no entrecerrar los ojos, como un vampiro de sololoy, cuando la luz matinal lo inunda todo. Añoro ver el reflejo del sol en la miel que llena cada una de las celdas de los mentados waffles, como si fueran diminutas albercas que sueñan las hormigas veraniegas. Extraño desayunar con apetito, como arrancando una maquinaria que ha de recorrer las calles y las avenidas, hacer diligencias y llevar niños a la escuela para luego llegar al trabajo. Pero mi Tiffany’s actual es el silencio nocturno, el repiqueteo del teclado, las películas o las relecturas de libros que se me antojan nuevos.
Pues sí, lo mío eran los waffles, con miel de abeja o de maple, pero siempre coronados con generosas rebanas de tocino. Los amo igual aunque ya no sean diurnos. Bien lo dijo Truman Capote en su Desayuno en Tiffany’s: “los caracteres suelen ir evolucionando, y cada pocos años nuestros cuerpos experimentan una remodelación completa; tanto si es deseable como si no lo es, nada más natural que el que cambiemos”.
Todo evoluciona, como lo hicieron los waffles en su momento. Desde niña me han gustado, pero nunca me había ocupado en encontrar algo sobre su historia. Eran un dogma de fe. Sabía que no eran algo nuevo ni propio de los productos congelados, toda vez que de niña los comía y no había frigos repletos de comida pingüinesca. Mas ahora sé que surgieron, propiamente, en el siglo XIII, cuando se diseñaron las primeras planchas con el dibujo característico que emula un panal de abeja. Fue hasta 1911 cuando la General Electric introdujo la primera wafflera eléctrica tal y como la conocemos hoy en día, y sin cuyo termostato -diseñado por Thomas J. Stackbeck- en un descuido terminaríamos comiendo trozos de carbón.
Claro, les digo waffles, pero no por pedantería ni por ambientar el Tiffany’s de Holly sino porque es el vocablo que se usa en este país, acaso por su cercanía con Estados Unidos. Y la verdad, si uno revisa la etimología, es la palabra atinada, casi mágica. No me sabrían igual los gofres que dicta el DRAE ni los gauffres del francés, aunque su origen sea belga. Quedémonos con el waffles que guarda la raíz original franca wafla que significa “trozo de panal de abeja”; tras saberlo uno no vuelve a ver al waffle sobre el plato con los mismo ojos. Es más, hasta podría verlo como una joya maravillosa, con sus caras radiantes, casi adiamantado, hijo predilecto del Tiffany’s de Holly.
A veces creo que los datos le dan forma y consistencia a una idea. Es como subrayar algo para que no sea olvidado. Es como añadir mantequilla, miel y tocino a un waffle. A las ideas se les otorga un sabor personal, nos nutren pero también nos pueden taponear las venas o llenar de llantitas el ego. Creo que es vital intentar descifrar los acertijos que se nos presenten, adaptarse a la evolución, a los cambios, pero sin perder la esencia. Siento que conocer el significado de una palabra nos muestra su alma, entonces el mundo se ve con otros ojos, la razón los abre, y la intuición tiene más terreno para hacer lo suyo.
Y regreso a Capote: “No quiero decir que el ser rica y famosa fuera a fastidiarme. Esas son cosas que ocupan un lugar importante en mis planes, y algún día trataré de conseguirlas; pero, si las consigo, querría seguir gustándome a mí misma. Quiero seguir siendo yo cuando una mañana, al despertar, recuerde que tengo que desayunar en Tiffany’s”.
Para bien o para mal, a ratos lo logro: no el despertarme cada mañana ni siquiera conocer el Tiffany’s de Holly, pero sí el seguir gustándome a mí misma. De alguna forma he elaborado mi propia plancha, a ratos se enfría pero siempre se enciende para recordarme la forma en la que creo, con la que pienso, escribo, hablo y actúo. Mi plancha personal podrá tener ciertas modificaciones, como las tuvo la wafflera cuando evolucionó, pero en esencia es la misma.
Me parece una idea hermosa y apetecible considerar el desayuno como un Rosebud. Por defenderlo, llegaría hasta las últimas consecuencias: a pesar de odiar todos esos Días Internacionales De, sí celebraría el 25 de marzo por ser, simplemente, el Día Internacional del Waffle. Blandiría una bandera en forma de panal, porque la convicción es lo único que nos hace flotar en este mundillo de convenciones y conveniencias cada vez más viles. Mas seamos luminosos, como miel: algún día nos sentaremos todos juntos a desayunar. Sea.