En Occidente, la tradición de andar listando las más prodigiosas creaciones arquitectónicas de la Humanidad -así, faltaba más, con mayúscula- se debe a los griegos. Por ejemplo, Antípatro de Sidón, un epigramista que vivió unos cien años antes de Cristo, escribió un breve texto en el cual inventariaba las maravillas de su tiempo: “la muralla de la dulce Babilonia…, la estatua de Zeus, los jardines colgantes…, el Coloso del Sol, la enorme obra de las altas Pirámides, la vasta tumba de Mausoleo, [y] la casa de Artemisa”. Se trata de un catálogo que deberíamos tachar de helenocentrista, porque exceptuando la gran pirámide de Guiza -una edificación que mandó construir hace más de cuatro mil quinientos años el faraón Keops, y del catálogo la única que sigue aún en pie- y las dos creaciones babilónicas, el resto son productos del genio griego. En su lista original Antíparo considera la Puerta de Ishtar (“la muralla de la dulce Babilonia”), la cual, al correr de los años, cedería su sitio a otro magnífico producto de la cultura alejandrina, la torre edificada en la ínsula de Pharos: “El primero de los Ptolomeos -cuenta José Enrique Rodó en sus Motivos de Proteo (1909)- se propuso levantar, en la isla que tiene a su frente Alejandría, alta y soberbia torre, sobre la que una hoguera siempre viva fuese señal que orientara al navegante y simbolizase la luz que irradiaba de la ilustre ciudad. Sóstrato, artista capaz de golpe olímpico, fue llamado para trocar en piedra aquella idea”. Rodó se refiere, al terco hijo del también arquitecto Dexifanes de Cnido, ciudad situada en la región de Caria, hoy territorio turco. “Escogió blanco mármol; trazó en mente el modelo simple, severo, majestuoso. Sobre la roca más alta de la isla, echó las bases…, y el mármol fue lanzado al cielo… Cada piedra, un anhelo; cada forma rematada, un deliquio”. Se estima que la torre alcanzó una altura de poco más de 130 metros, por lo que durante varios siglos -se erigió en 280 a.C. y en el s. XIV de nuestra era terminó en ruinas subacuáticas a causa de un terremoto- se mantuvo como una de las obras más altas del orbe.
Alejandría, ciudad que durante siglos fue el centro cultural de la civilización occidental, había sido fundada en 331 a.C. en lo que fue un rascuache pueblito de pescadores, Rakotis, en el extremo oriental del delta del Nilo. Al inicio de su celebérrima campaña en pos de la conquista del mundo, Alejandro III, hijo de Filipo II de Macedonia y luego mejor conocido como Alejandro Magno, había asestado el primer golpazo al poderío persa cuando expulsó a las fuerzas de Darío III de Egipto. Alejandro dejaría a Ptolomeo Sores, uno de sus generales, a cargo de Egipto y seguiría su marcha hacia oriente. El proyecto de Alejandro, discípulo de Aristóteles, era fundir el mundo en uno, globalizarlo, diríamos hoy. En la cosmopolita Alejandría -megalovpoli la llama Filón el Judío (15/10 – 45/50 a. C.) en su In Flaccum-, el ideal se concretó, particularmente en el primer centro de conocimiento de la humanidad establecido con la pretensión de abarcarlo todo, la Biblioteca de Alejandría. La Biblioteca funcionó hasta la conquista árabe del puerto (640), es decir, durante casi un milenio. Ahí mismo, con el impulso de la UNESCO en 2002 fue inaugurada la nueva biblioteca de Alejandría.
En 2005, la UNESCO emitió en 2005 la Declaración de Alejandría. En lograda alegoría, se estableció que la alfabetización informacional y el aprendizaje de por vida son los dos faros que deben guiar a la Sociedad de la Información -el ideal contemporáneo de la civilización occidental globalizada- hacia los puertos del desarrollo, la prosperidad y la libertad, estrellas en lo social, lo económico y lo político susceptibles de ser compartidas como guías de la todavía ingente diversidad en que se presenta el mundo. Ambos son conceptos de muy reciente factura. El aprendizaje de por vida resulta un precepto absolutamente impensable durante la gran mayoría del tránsito del ser humano por este planeta: desde las hordas originarias y el comunismo agrario primitivo hasta el feudalismo, pasando por el dilatado período esclavista, la gente tenía muy poco tiempo para hacerse de los conocimientos y habilidades necesarias para sobrevivir, y si no lo conseguía más temprano que tarde terminaba por pagarlo. En la división sexual y social del trabajo las personas podían encontrar prácticamente la totalidad de su guión de vida. Claro, uno podía perfeccionarse, ser herrero o guerrero y producir cada vez mejores azadones o disparar con mayor destreza y tino una ballesta, pero los know-how no eran ilimitados. A partir del Renacimiento, y con más empuje desde la Revolución Industrial, los saberes respecto a la Naturaleza y las propias creaciones culturales han venido multiplicándose exponencialmente: el mundo se ha ensanchado. Alineada a esta tendencia y potencializada por la revolución digital, la llamada alfabetización informacional “comprende las competencias para reconocer las necesidades de información y para localizar, evaluar, aplicar y crear información en contextos culturales y sociales”; resulta decisiva para salvaguardar la viabilidad competitiva, desde una persona hasta una Estado Nación, y provee rutas indispensables hacia el bienestar. La UNESCO hace hincapié en que, más allá de lo que pudiera creerse, la alfabetización informacional “va más allá de las actuales tecnologías de la información y abarca el aprendizaje, el pensamiento crítico y habilidades de interpretación”. Del saber al entender media un gran trecho.
@gcastroibarra