A ganancia de partidos, pérdida de los ciudadanos / Extravíos - LJA Aguascalientes
22/11/2024

Nada nuevo en realidad. Y, antes bien, la consistente necedad de un centralismo que no se atreve a decir su nombre pero que, a la menor oportunidad, extiende su brazo, su necio brazo, para tratar de reducir a su mínima expresión el federalismo. Si acaso, lo único inédito es que éste centralismo no viene impulsado sólo por la voluntad presidencial sino por una conveniencia multipartidista.

Por razones que nunca fueron convincentes, para empezar por su falta de claridad, los partidos políticos llegaron a la extravagante conclusión de que, en el México del siglo XXI, la democracia y el federalismo no son del todo compatibles. Según su parecer, para que los provincianos elijamos a gobernadores, presidentes municipales o diputados locales necesitamos, ay pobres de nosotros, la tutela de una autoridad central.

Seguramente previeron que, en ausencia de esta más que benevolente e ilustrada tutela, cada una de las 32 entidades federativas retornará sin remedio a un estado de barbarismo electoral, despotismo caciquil o absolutismo  pueblerino. Ni modo: los fantasmas de Pedro Páramo y Gonzalo N. Santos no nos dejan en paz.

No hay forma, sin embargo, de evitar el decirles a nuestros bien amados representantes en el Congreso federal y a los partidos políticos que, si nos hubiesen consultado, la mayoría de los ciudadanos les habríamos dicho que por esta vez preferimos pasar, que disculparan sus Excelencias, pero, la verdad, no requerimos de su tan desinteresado socorro.

En primer lugar porque no es difícil concluir que este ímpetu centralizador, lejos de eliminar o diluir el peso de las presiones políticas locales sobre el desempeño de las autoridades electorales, lo que en realidad hace es redistribuir la capacidad de ejercicio de esas presiones en favor de los actores políticos que actúan desde y por el centro, esto es los partidos políticos nacionales sin que, por lo demás, se desactiven los incentivos que los actores políticos locales tiene para hacer lo mismo.

Tal como está diseñada esta conversión institucional, y dado los partidos políticos que tenemos, no hay nada que asegure que las nuevas autoridades electorales nacionales y los delegados en las entidades federativas contarán con las adecuadas instancias de seguridad contra las injerencias de los actores políticos, sobre todo cuando, gracias a este brío centralizador, se han ampliado tanto el número de agentes políticos que pueden manifestar algún interés en particular en el desarrollo de las elecciones locales como las vías para ejercer esa presión.

Esta infortunada decisión tendrá, entonces, varias consecuencias desafortunadas. Una de las de mayor relevancia será el restringir el desarrollo y maduración de las instituciones democráticas en las entidades federativas. Como si nos faltasen obstáculos para consolidar nuestra vida democrática, los diputados y senadores se han empeñado en añadir uno más. Para ellos el reconocer las debilidades y vulnerabilidades de ciertas instituciones electorales no suponía el abrir un ciclo de reforma, fortalecimiento y consolidación, sino uno de propiciar la cancelación de ciclos de aprendizaje y la reinstalación del centralismo electoral.

Por lo demás, cabe preguntarse cuáles fueron los diagnósticos o los estudios que llevaron a diputados y senadores a “pensar” que la mejor solución para corregir el funcionamiento de algunos institutos electorales locales era la desaparición de todos los institutos y la creación de una autoridad central. Si es que existen estos documentos, sería de utilidad, aún de manera tardía, que se hiciesen públicos.

Así, lo único, en efecto, que por ahora parece asegurar la creación Instituto Nacional Electoral y la consecuente desaparición de las autoridades electorales locales, es la ampliación de la capacidad de injerencia en los procesos electorales locales de parte de los propietarios de los partidos políticos nacionales. Algo, sin duda, muy distinto a que los ciudadanos hubiesen adquirido un mayor control y certidumbre sobre el desempeño de unas instituciones políticas que, por vocación, nacieron con el propósito manifiesto de empoderar a los ciudadanos o, con un término igual de chocante, de ciudadanizar el ejercicio de la política.


No deberá extrañarnos en lo sucesivo que, desde los nombramientos de las autoridades electorales hasta la fiscalización de los procesos electorales, todo sea materia de una opaca negociación política entre las cúpulas partidistas y de acuerdos hechos a la medida de las coyunturas políticas, es decir, de vías políticas que suelen ir en sentido contrario a lo que es la edificación de una sólida vida institucional y republicana, que es habitual que debiliten la certeza jurídica electoral y que, a fin de cuentas, no se inhiben de contrariar la voluntad ciudadana cuando así lo estimen necesario.

Hay aquí, desde luego, un calamitoso menosprecio a la rica variedad de experiencias políticas e institucionales en materia electoral que se han dado a lo largo y ancho del país en las últimas décadas. Hay también un tributo extemporáneo a una de las tradiciones políticas más disfuncionales, gravosas y, a fin de cuentas, estúpidas con que contamos. No hay nada, en fin, que garantice que esta vuelta al centralismo volverá más democráticos y transparentes los procesos electorales locales. Lo único previsible es que serán más enredosos, inciertos jurídicamente y opacos.

Con esta iniciativa centralizadora, y en muchos sentidos regresiva, los partidos políticos ganan. Pero también, sin duda, son las entidades federativas y, sobre todo, los ciudadanos, quienes pierden.


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