La salsa sobre el tejado / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
15/11/2024

Allá, en mi juventud, intenté unirme al área de letras del sistema francés de educación. Como el francés no era mi lengua materna, la posibilidad era casi nula. Para intentarlo tenía que cubrir cierto número de lecturas en un ciclo escolar. Sí, en fránces, idioma que había aprendido hacía apenas un año. Me dieron una lista: los siglos, las corrientes y el mínimo de autores por leer. Por supuesto que mis ojos de ciudadana del nuevo continente casi se salieron de sus órbitas al descubrir que la lista constaba de varias páginas. Pero lo intentaría.

Creo que esa fue la temporada en la que leí más libros, pero siempre con premura, con ansiedad, llorando por mi falta de vocabulario y perdida en el francés antiguo, en las jergas, luchando contra el instinto de traducir lo que estaba leyendo al español. Uno de los primeros libros que logré leer sin buscar palabras en mi idioma ya pertenecía al siglo XX; tardé siglos -textual- en pensar en francés. Lo considero todavía uno de los libros más asombrosos que he leído, ese parteaguas de Jean Giono: L´hussard sur le toit.

“Era una mujer joven. Estaba aún hermosa, y mordía el vacío con todos sus dientes, muy blancos. La consunción y la cianosis habían tallado su rostro como si fuera de ónice. Descansaba en un charco de vómitos. Su cuerpo no estaba putrefacto. Debía de haber muerto muy rápidamente de cólera seco. Bajo su largo camisón se veían su vientre negro y sus muslos y piernas azules, replegados como los de una langosta a punto de saltar”.

Antes de este libro no tenía ninguna idea del significado de hussard. Lo busqué por primera vez en un diccionario francés. Tardé años en saber que la traducción al español del título de Giono era El húsar en el tejado. Recuerdo que la palabra me parecía trunca: ¿húsar?, ¿por qué diablos no era husardo? Sí, durante años fui tan afrancesada como don Porfirio Díaz. En fin, tuve el privilegio de leer a Villon, Balzac, Zola, Camus, Sartre, Baudelaire, Rimbaud y tantos más en su idioma original.

Allá, en mi juventud, no ingresé al área de letras del sistema francés. El porqué ya no tiene importancia. En su lugar lidié con la mecánica y las matemáticas, perdida entre tornos y fresadoras, pero eso sí, todo en francés. Fue un absurdo, porque tampoco terminé estudiando ingeniería. Cuando tuve que elegir universidad, me resigné a la neutralidad de la administración. Sin embargo, en esa carrera, existía un área de gastronomía. En verdad disfrutaba la parte práctica, porque siempre me ha gustado cocinar; pero la parte teórica resultó un infierno, aunque sólo al principio.

Abandoné a los autores franceses, abandoné el francés. Dediqué horas aciagas a tratar de memorizar un tomo de gastronomía, requisito de la carrera, lleno de definiciones de sistemas de cocción, cortes, sopas, guarniciones, salsas, etc. Mi estúpida dislexia y yo estuvimos a punto de claudicar cuando reconocimos una palabra del pasado, en una receta de salsa: husarda. De súbito pude escuchar el caballo de Ángelo alejándose y al jinete invisible y apocalíptico, que sembraba los rostros azules por doquier, acercándose. En ese momento pensé que había cambiado los simbolismos complejos de Giono por unas estúpidas chalotas que daba igual si iban fritas o no. E imaginaba que, de estar en los folios de aquella novela, ya estaría espumando, corrompida, elegida por mi apatía, por mi falta de caracter al haber traicionado lo que mi adolescencia dictaba era mi verdadera vocación.

“No se trataba de un sueño divertido, sino de un misterio muy amargo del que no se podía salir. No era cosa de tratar de pasarle la mano por la cara; lo único que cabía hacer era seguirle el juego, sin perjuicio de obrar con malicia más tarde, cuando ese nuevo mundo hubiera despertado nuevos instintos. Cuando se esfuman los límites entre lo real y lo irreal y se puede pasar libremente de lo uno a lo otro, el primer sentimiento que se experimenta, al contrario de lo que se suele creer, es el de que la prisión se ha empequeñecido”.

Y tampoco terminé mi carrera de administración. Me decidí por la maternidad. Sin embargo, con francés o no, con fresadoras o sin ellas o sumergida en los sistemas de cocción, nunca dejé de leer ni de escribir ni de cocinar.

Desde hace años, ya no creo en las palabras vocación o pasión, sólo en la palabra cotidianidad. Confieso que jamás he hecho la salsa husarda, pero sé elaborar la bearnesa y la mornay. Aunque por mucho preferiría robarme la receta de la salsa de habanero que aromatiza el puesto de tacos de la esquina. Tampoco me importa si alguien no ha leído a Giono. Cada quién su cámara de maravillas.


A la distancia, pienso que lo único válido son los caminos que he construido para huir del desasosiego. Unos recorren lo que he escrito, otros lo que he leído; los hay con imágenes de mis hijos, los hay con hornillas donde guiso y horneo. Sé que el jinete invisible y apocalíptico me ha ganado la carrera desde el día en que nací. Ahora me veo como el húsar de un mundo paralelo, correteando por los tejados de una ciudad en desgracia, llena de muertos, violencia, fanatismo e ignorancia. Corro por los tejados porque ahí el cielo parece más azul, o porque ahí el sol me enceguece, me guarda y me provee de lo único que da sentido a los días: la imaginación. Ése es mi memento mori, todo lo demás es vanidad.

“Y los perros; naturalmente, están los perros de los que han muerto, que vagan por todas partes, comen cadáveres y, en vez de diñarla, engordan y se vuelven arrogantes. No tienen ya ganas de ser perros e incluso cambian de fisonomía. ¡Lo que hay que ver! A algunos les ha crecido bigote, lo cual parece ridículo”.


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