Pese a todo intento de olvido, la realidad está ahí, acechándonos, lista para hacer su aparición en cualquier momento, y mostrarnos su lado más oscuro: El dolor, como memoria y presente, en un país fragmentado que huye de sí mismo con la esperanza de que todo quede atrás, lejos, como si bastara con cerrar una puerta para que toda la desgracia se pierda en la oscuridad. La vida entonces parece continuar como si nada pasara, hasta que de nuevo la tragedia muestra sus colmillos, lista para desgarrar la tranquilidad de un golpe y hacernos pasar, apretados, por la garganta de la angustia. Aquí el dolor se cubre con dolor. Se baila con la muerte desde siempre, y uno aprende a reírse de ella; hasta que llega nuestro turno. Entonces nos damos cuenta que nadie está a salvo. Cualquiera de nosotros puede formar parte de las estadísticas. ¿Y después? Surge de nuevo el deseo de seguir adelante, así, como sabemos: Negando, olvidando y huyendo. Tan acostumbrados estamos a la sangre.
¿Qué mérito hay entonces en abordar la desgracia, en escribir sobre ella? ¿Qué mérito hay en mirarla de frente, si es una constante? En México los puestos de periódicos se inundan de imágenes desgarradoras, como vía de entretenimiento. Las calles, las banquetas, las esquinas, son una sucursal del dolor ajeno, donde la muerte se exhibe como un producto. Cuerpos mutilados, asesinatos, desgracia. No hay nada de extraño en que un niño mire todo eso o en que un padre explore, en las páginas de un diario, las fotografías de los asesinatos más atroces, mientras come un sándwich y bebe una Coca-Cola. Es “normal”. Es un síntoma o la enfermedad. Quizá la usurpación del pensamiento o la costumbre como justificación.
No es extraño hablar de nuestro infortunio, entonces. Nos regodeamos en él. Hay, al parecer, hasta cierto orgullo en el grado de violencia bajo el que hemos aprendido a vivir. Es más, nos sumamos a él. Somos los hijos del dolor, del complejo, de la derrota. Una rémora que se enorgullece de su vecino, y aspira a él. Esclavos de un ideal. Sanguinarios que convierten la frustración en odio y se condenan a sí mismos. Somos un país que queda de camino “al sueño”. Estamos asfixiados, explotados. Queremos salir de aquí, huir, mientras otros, quieren entrar. Pero todos, así, para cruzar, para saltar ese muro, ese río, llegar a otro lado donde creemos existe un tesoro para todos. Nosotros no servimos de más, este país es sólo una vía, un conducto, pero también el peligro.
Antonio Ortuño aborda en La fila india (Océano, 2013) uno de los temas ejes de la sociedad mexicana y centroamericana: la migración y la violencia desde su lado más terrible: desde nuestro propio infierno moral. Como sociedad solemos ser derrotistas, victimarios y nos sentimos aplastados por la poca suerte que hemos tenido de nacer aquí: en un país a punto del colapso. Crecemos hablando de eso. Las metas, en algunas regiones, se reducen a lograr el “sueño americano” a como dé lugar y a pesar de todo. Pero ¿y nosotros? ¿Qué somos nosotros? A la inversa somos aún peores. Con aquellos que llegan por las fronteras del sur para también cruzar. Ellos se encuentran con un terreno aún más minado. Deben enfrentarse con el conjunto de todo ese odio, esa deshumanización, y con esa capacidad que tenemos de no tentarnos ante el sufrimiento ajeno. Porque sí, somos capaces de todo, de humillar, de explotar, de violar.
La fila india es una representación de esa parte de nosotros que, como un país aún moralista, no nos atrevemos a explorar. El terrible infierno al que somos capaces de someter a los que están por “debajo” de nosotros, y que sin remedio tienen que cruzar por nuestro territorio para también perseguir su sueño, que lamentablemente se cruza con nuestra pesadilla: la ambición.
La negra, personaje central de La fila india, es enviada a Santa Rita, un pueblo perdido del Suroeste de México con la finalidad de, como funcionaria de la Comisión Nacional de Migración (CONAMI), trabajar en la repatriación de los sobrevivientes de una trágica masacre ocurrida en una de los albergues para migrantes dependientes de la propia organización. ¿Quién provocó la incendio que tuvo un saldo de cuarenta fenecidos y decenas de lesionados? ¿Puedo haber sido una advertencia? ¿Una venganza entre las diversas bandas de tráfico humano? Los migrantes venidos de Centroamérica, aquí, de este lado, son un producto, una forma de satisfacer las necesidades y las peores pasiones. Las mujeres que cruzan, lo saben, serán violadas, humilladas y posiblemente asesinadas. No es poco frecuente que se encuentren fosas en las que aparecen cientos de cuerpos de migrantes desaparecidos. Estaban ahí, desde siempre, bajo la tierra, sin nombre, sin rostro.
El tren que los habría de conducir a su esperanza los lleva a las garras de las peores bestias. Hombres capaces de todo. Que se han apropiado de las fronteras, del territorio, de los mismos migrantes. Ahí la lucha entre las bandas de tráfico humano es cosa de todos los días. Se pelean el poder, la pertenencia, el poco dinero que son capaces de sacar a esos hombres y mujeres de inicio derrotados. En Santa Rita, por ejemplo, al menos hay seis grupos así. Entre ellos La sur, Los rojos y Las piolas. Bandas formadas por personajes tan terribles como El morro, al que le temen hasta las propias autoridades. Porque saben, se dan cuenta de lo que pasa, pero por alguna razón no hacen nada. ¿Hasta dónde se extiende esta lucha de poder? ¿Serán las bandas sólo una forma de manipulación? ¿Quién estará al frente de esta fila india? Nada puede hacer una mujer como La negra ahí. Es más, su presencia es un error. Uno y varios. ¿Intentar ayudar a Yein, una de las sobrevivientes del incendio, cuando sabe que la quieren asesinar? ¿Dejarla entrar a su casa? ¿Intentar averiguar porqué nadie hace nada? La negra no es nada más que una mosca a la que será fácil cazar. Una de tantas. Por que ahí, en Santa Rita, se cazan moscas por ocio, por costumbre, pero además por asco porque han sobrevolado por donde no deben y nos irritan. Hay que matar moscas porque sus patas se hunden en la mierda y la llevan, así sea átomo por átomo, a nuestras bocas.
Sin duda novelas que aborden la violencia como tema hay muchas. La “narcoliteratura”, por ejemplo, es ahora todo un movimiento. Sin embargo, Ortuño explora no nuestra posición de víctimas, sino también de victimarios. Esos horrores de los que nadie es capaza de hablar, y que todos negamos. Porque es más fácil sabernos humillados y castigados, que abordar nuestro lado más oscuro, aunque sepamos, en el fondo, que México quizá sea el más terrible de los purgatorios. Más para quienes no tienen cómo comprar el engaño.
La fila india, de Antonio Ortuño, publicada por Editorial Océano en su colección ‘Hotel de la letras’ dirigida por Martín Solares, se presentará el próximo 30 de noviembre en la FIL de Guadalajara.