Recuerdo las tardes de mi juventud con grande nostalgia: tónico a mi autoexilio. Luminosos tiempos que siempre han permanecido en mi existencia, alimentando con sus recuerdos los tiempos distintos que hubieron de acompasar mi vida. Y es que en realidad somos lo que hemos vivido, nuestra materia prima consiste en nuestras vivencias, en lo que vamos recogiendo a nuestro paso, ora aprendiendo, ora disfrutando, ora penando. Pero entiendo que ningún pasado nos condena, pues somos seres con la capacidad no sólo de superar la adversidad más terrible para hacernos, para convertirnos en alguien más, alguien distinto. La magia del ser humano es su poder de cambiar, de reinventarse, de liberarse, de imaginarse distinto para llegar a ser diferente. “La Imaginación es una forma de ser”, decía Goethe. Pero hay ocasiones en el que el pasado nos viene bien, nos acomoda, ya sea porque fue placentero o por las lecciones que nos enseñó, o simplemente porque representa nuestro sentido de pertenencia, nuestro origen.
Poco importa cómo nos haya ido en la vida, pues si nos ha ido mal o hemos tenido suerte, las vivencias con las que nos desarrollamos como individuos permanecen, discretas o evidentes, en las personas que somos hoy. Nuestras experiencias son constituyentes. Nos formamos de los demás y con los demás. Aprendemos el lenguaje, el pensamiento, creamos costumbres, fórmulas de vida de aquellos con quienes nos hemos cruzado a lo largo de los años. Intentamos tomar del pasado lo más útil, aquello que podemos aprovechar, y nos conformamos con tantos seres como contactos tenemos en la existencia. Lo mismo pasa con los países, con las naciones, con las culturas. El acervo de la vida nos va guiando por caminos particulares, como propias son las vivencias. No hay historia que fuerce a un pueblo o Nación a ser de tal o cual manera, pero la “nube” intangible de aquello que Carl Gustav Jung llamara “El inconsciente colectivo” pareciera tomar vida propia en el curso de las culturas. Jung sostuvo que por vivir en un mundo de símbolos, que son producto del lenguaje que conforma el pensamiento, entendemos al mundo creando una representación de la realidad. Esta representación de la realidad forma en nuestros pensamientos, estructuras, arquetipos, que nos guían a través de la existencia intelectual. Cada cultura posee sus peculiares orientaciones y significados, y en sus directrices se encuentra la representación del mundo natural, del mundo biológico, pero también del mundo simbólico, esto es, de cómo entendemos la realidad en su totalidad para extraer de ella una visión válida que dé sentido a nuestras vidas. La construcción de estructuras significativas son inherentes a nuestro pensamiento, y nos dan un punto de partida para entender la realidad y para proyectarnos nosotros como parte de esa realidad. La cultura contiene el significado de ser individuo dentro de su sociedad, y actúa como la primera guía a partir de la cual penetramos y comprendemos el mundo que nos rodea, a los demás y a nosotros mismos. Pero la cultura no es algo estático, es algo dinámico. Si bien nosotros crecemos, nos desarrollamos en ella, también somos formadores de la cultura, poseemos la capacidad de cambiarla, de transformarla al actuar dentro de la sociedad.
Tal como sucede con los individuos, que son capaces de mejorar sus vidas independientemente de su historia personal, de sus orígenes y de las circunstancias en que se formaron, lo mismo sucede con las Naciones. Ningún país está condenado a ser de tal o cual manera sólo porque históricamente lo ha sido así. Y en particular me refiero a México. El hecho de que a lo largo de nuestra historia tengamos vicios de conducta y extravíos en nuestras costumbres y formas de ser, no implica que estemos condenados a repetir los actos nocivos, los descarríos, las corrupciones o las contaminaciones que hasta ahora nos han marcado como país. Cada vez que alguien quiere hacer un cambio político, sobran los opositores que levantan su voz para evitar cooperar para buscar una mejoría. Si se trata de la reforma educativa, ahí tenemos a los maestros manifestándose, haciendo plantones y no dando clases; si es la reforma energética, la “pseudo izquierda” clama que en el petróleo radica la soberanía del país; si es la nueva miscelánea fiscal, nadie está dispuesto a pagar un poco más por vivir mejor. Ahora es tiempo de cambiar la cultura para transformarnos para bien. Los nuevos impuestos no son exagerados ni maliciosos, pero acostumbrados siempre a hacer trampa para no pagarlos, no estamos de acuerdo en poner más de nuestra parte, de empeñar nuestra Fe en un nuevo proyecto de ser mexicanos distintos. Creo que es tiempo de apostar por algo mejor de lo que hemos sido, y de tomar con serenidad e inteligencia la posibilidad de realizar un cambio cultural, de imaginarnos mejores para llegar a serlo.
No estamos condenados a ser siempre flojos, corruptos, informales. Los cambios paulatinos son los más duraderos y los primeros pasos han sido dados. Nuestro “inconsciente colectivo” puede mejorarse y aprovechar la oportunidad de hacerlo no se puede dejar escapar por los que tratan de imponer sus intereses particulares por sobre de los intereses generales. Se trata de aceptar, de abrazar la posibilidad de mejorar, de formar un país más sólido y de rechazar las voces que tratan de mantenernos en la precaria situación en la que estamos.