Nunca es la respuesta, sino la pregunta, la que incendia el edificio
Edmond Jabès. En su blanco principio.
Extraviarse
En el reciente Encuentro de Ensayistas de Tierra Adentro que tuvo como sede Aguascalientes, en la conferencia inaugural que Mauricio Montiel dictó en el CIELA Fraguas, proponía que escribir ensayos permitía al escritor extraviarse, definió al género como la oportunidad de permitirse un paseo por las zonas más diversas del conocimiento humano; por supuesto, hizo referencia a Montaigne para señalar que el origen del ensayo tiene como punto de partida la deriva por el interior de sí mismo.
Extraviarse como propósito entonces; perturbador objetivo porque implica estar dispuesto a perderse, cuando todo indica que lo que se necesita es fijarse un punto de llegada, hallar una solución a algo. Para agregar elementos a la inquietud que provoca la definición, Montiel finalizó proponiendo que el ensayo más que dar respuestas, ayuda a afinar las preguntas.
Eficientar
Proponer que el ensayo permite afilar las preguntas pareciera un contra sentido cuando todo demanda encontrar soluciones, y pronto; cuando nos hundimos en la urgencia de señalar que todo lo que hacemos se realiza de la manera más eficiente y eficaz. Definir así la tarea de escribir un ensayo, condena ese ejercicio a no ser tomado en serio, ¿para qué escuchar al otro si sólo va agregar dudas a mi discurso?, ¿para qué si lo que se requiere es solucionar?
Cuando la realidad impone que el país, nuestra relación con el otro, no requiere más diagnósticos, que no es necesario darle más vueltas, tomar un sendero con la posibilidad de perderse pareciera que no es la mejor opción; es perder el tiempo.
Discutir
De vez en cuando, aunque parezca grosero con el lector o una artimaña para alargar un texto, vale la pena acudir al diccionario para aclarar la forma en que usamos una palabra, discutir por ejemplo. Hoy que nadie quiere discutir porque implica una desavenencia, incluso se llega a confundir con una pelea que si no es bien llevada terminará en el uso de la fuerza para imponer una razón.
De discutir, el diccionario propone una primera acepción que disipa este carácter violento, pues se emplea cuando dos o más personas examinan atenta y particularmente una materia; de hecho, proviene del latín discutĕre, resolver.
Hemos olvidado que resolver nuestras diferencias es un arte, el de la conversación, nos sentimos tan obligados a solucionar como una forma de imponer nuestra razón, es decir, ganar a toda costa, que por todos los medios evadimos la discusión, y con ello, la posibilidad de atender exhaustivamente las razones del otro.
La corrección política y achacar a la discusión un carácter necesariamente violento, logran un efecto contrario cuando se requiere llegar a una solución, obsesionados con la idea de solucionar, confundimos llegar a buen puerto con tener la razón. Nos encanta decir: Te lo dije… Yo sabía; no hay nada más placentero que imponer nuestro punto de vista, sin importar el resultado.
Además, así se gana tiempo, así se acortan distancias.
Pero quizá lo más grave de la decisión de evitar la discusión a toda costa, más allá de la necedad de la corrección política, es que nos impide colocarnos de frente al otro y pedirle su reflejo como una forma de analizar lo que pensamos, creemos, sentimos, pues nada nos deja tan desnudos que el escrutinio, nada nos evidencia más que la palabra ajena.
Define Octavio Paz en Piedra de sol:
—¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?,
¿cuándo somos de veras lo que somos?,
bien mirado no somos, nunca somos
a solas sino vértigo y vacío,
muecas en el espejo, horror y vómito,
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie, todos somos
la vida —pan de sol para los otros,
los otros todos que nosotros somos—,
soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros
Pero lo hemos olvidado, no queremos ser nosotros, queremos tener razón y relegamos al otro al papel de un verificador que nos indica que estamos bien. No queremos perdernos, no estamos dispuestos a perder, de ahí los oídos sordos, de ahí la necesidad enferma de la confirmación a través del nombramiento oficial, del reconocimiento en papel, de la invitación o el premio. Nos interesa quedar bien, esa es la obsesión.
Coda
Pedro Alonso, vecino del señor Quijana, atiende extrañado el discurso con que se le explica que por la belleza de Dulcinea del Toboso, Don Quijote ha hecho, hace y hará los más famosos hechos de caballería que se hayan visto, ven y verán en todo el mundo. El labrador, explica Cervantes, conoció así que su vecino estaba loco, así que detiene la arenga y le explica que él no es ni Don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua; aclara también a quien le habla que no es ni Valdovinos, ni Abindarráez, que simple y llanamente es el honrado hidalgo señor Quijana.
—Yo sé quién soy –respondió Don Quijote–, y sé qué puedo ser.
Y sí, hace falta, saber quién se es y qué se puede hacer, no hay otra manera de dialogar y así, inclusive, ganar perdiendo.
@aldan