- Viajantes hondureños sufren agresión en Venaderos
- “Lo que queremos es pasar libremente, pero estamos marcados como si fuéramos ganado”
Era mitad de semana, justo a la hora en que se vuelve necesario encender la luz para ver con claridad la cara del que se tiene enfrente.
La violencia criminal contra la comunidad migrante, patentizarían los dos mayores de un grupo de cinco hondureños, no es privativa de los estados del norte, ni siquiera de aquellos donde el actuar de los cárteles de la droga se ha vuelto parte de la película diaria.
“Yo más temía por ellos dos -dice el hombre mientras levanta el dedo índice-. Él tiene 16 y él tiene 17, los tenían con la cara pegando al piso. Es algo que ni en la guerra me pasó, nunca. Lo de ayer no se lo deseo a nadie. Si esto va a salir para que se entere el gobierno, no importa, eso es lo que pretendo, porque desde que uno entra a México comienza la robadera, las amenazas”.
El quinteto, unos con palabras y otros con el rictus propio de haber salvado la vida, narran “la experiencia” a una escasa audiencia entre la que destaca la figura del padre Alejandro Solalinde Guerra.
Uno de los viajantes muestra el dedo que trataron de amputarle, ya en territorio aguascalentense, para presionar al familiar que atendió la llamada telefónica a soltar todo el dinero que le fuera posible.
–¿Quiénes fueron? Les pregunta Solalinde, Premio Nacional de Derechos Humanos.
–Se supone que ellos están armando un cártel que se llama Los Lobos de Sinaloa. Ese es un pretexto que utilizan para venir asaltando, casualmente los logramos ver, sólo llegaron hasta esta estación y se regresaron en el mismo tren. Eran tres afro, descendientes de negros, los otros tres eran indios, también son hondureños.
El grupo de centroamericanos, hermanados por la dureza del camino, fue ultrajado, encañonado, robado y golpeado a la altura de Venaderos. Momentos más tarde tropezarían con una patrulla de la Policía Federal para acabar refugiados en la Casa del Migrante.
La desatención del fenómeno por parte de las autoridades mexicanas es preocupante. El pasado cinco de marzo la Subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos dijo no contar con “una cifra concreta” de personas presuntamente secuestradas durante su trayecto hacia Estados Unidos.
De acuerdo con Alejandro Solalinde el gobierno mexicano no ha mostrado congruencia ni con la Constitución ni con la Ley de Migración.
Cada año se internan en el país unos 400 mil centroamericanos a los cuales habría que proporcionar un trato digno, tal como refiere la Carta Magna.
“Nosotros calculamos que de cada 100 personas pasará (a Estados Unidos) cuando mucho el 30 por ciento… México se ha vuelto mucho muy peligroso, asaltos, secuestros y extorsiones se hacen a la luz del día… Los migrantes siguen llegando porque en sus lugares de origen las condiciones no han variado, ellos tienen que salir aunque pasar México signifique una cosa de vida o muerte, yo compararía a México con una ruleta rusa, no saben en qué momento ese paso les va a costar la vida”.
Diez mil migrantes habrían desaparecido en terrenos mexicanos, añade quien encabeza el albergue Hermanos en el Camino: “tenemos muchas listas de personas que han pasado y que no sabemos dónde están, inclusive habiéndolas monitoreado, habiendo hecho un plan para que no se nos perdieran, jamás volvimos a saber de ellas”.
Llegar a los números reales, reconoce, es plantearse una pregunta “tremenda”.
Una buena parte de quienes no logran pasar la frontera permanecen en México debido a la falta de trabajo en su tierra natal.
“Ellos se quedan a merced de la delincuencia organizada, pronto los copta, los hace entrar en drogas, en alcohol, los hace robar”, apunta el sacerdote.
Si bien Aguascalientes no se distingue por el flujo migrante parece ser cuestión de tiempo para que el estado se vea obligado a modificar sus políticas.
“Por unos perdemos todos”, anota resignado uno de los hondureños después de percibir que la policía se acerca a los vagones cada vez con más frecuencia, pues algunos de los viajeros, de vez en cuando, tienen roces con el delito.
Mientras algunos de los uniformados los interrogan con recelo, comenta, el personal de Ferrocarriles Mexicanos suele ser amable. Resuelve preguntas sobre las rutas hacia el norte, indica la hora de salida de los trenes.
“Nosotros lo que queremos es pasar, libremente… nosotros venimos en ese tren con otra meta, no venimos a lastimar a nadie, más bien nos vienen lastimando a nosotros. Llegar hasta aquí es muy difícil, y peor ahora: a unos los golpean con armas en la cara, a otros los tiran del tren. Yo pregunto dónde está la justicia, no veo la justicia. Por lo menos un perro tiene dueño, puede hacer cualquier cosa libremente, nosotros no, estamos marcados como si fuéramos ganado”.
Los dos menores permanecen inmóviles, uno junto al otro para darse valor. Dejan que sus hermanos de travesía terminen el relato que a todos enoja, conmueve y entristece. A esta hora la Casa del Migrante está invadida por un silencio solemne, parecido al de un funeral.
“Cuando nos llevaban uno hizo una llamada. Él dijo: sí, ya está hecho. Allí comprendimos que nos iban a encerrar. Otro de ellos iba diciendo: ¿a quién le vamos a cortar los dedos?”.
El elegido para ser pasado por cuchillo contó haber sido descalzado.
“Si mis familiares no les daban dinero no iba a salir… me metieron la pistola en la boca, me tiraron al suelo, se me pararon en el lomo. Después me dieron leche: ¡tome, tome! Nos dieron leche a todos, no sé con qué propósito, uno tenía miedo, podía ser veneno, droga”.
Marcas de golpes en el estómago, espalda y frente se constituyeron como el saldo de ese día.
“Nosotros los inmigrantes somos una divisa para México, aunque el gobierno de México no lo quiera aceptar, es la realidad. El que logra entrar a Estados Unidos llega sin un peso en su bolsa, todo se queda aquí en México. Yo digo que el gobierno debería buscar algo para protegernos a nosotros… Desde el estado de Chiapas empiezan a extorsionarnos, a pagar renta por caminar en el tren. ¿De quién es el tren, de quién es la línea férrea? Es del gobierno, a nosotros nos parece que se hace de oídos sordos”.
La realidad en Honduras es crítica. Según el Foro Social de la Deuda Externa de Honduras, para finales de 2013 la pobreza se habrá posado sobre el 80 por ciento de su población. Más de 6 de sus 8.2 millones de habitantes no tendrán comida suficiente sobre la mesa.
En aquel país, dice la Organización Internacional del Trabajo, la informalidad llega al 70.7 por ciento.
Para este grupo de hondureños momentáneamente estacionados en Aguascalientes el proyecto de dejar atrás la frontera se ha convertido “en una cosa entre familia, si come uno come el otro”.
No podían darse el lujo de las dudas; apenas descansado lo necesario tendrían que volver al tren.
Foto: Roberto Guerra