Variam semper dant otia mentem
Pocas cosas me parecen más productivas que la distracción.
En “De la ociosidad”, Michel de Montaigne cuenta que una vez que decidió que su tiempo sólo lo dedicaría a pensar, se refugió en casa en busca del aislamiento necesario para que sus pensamientos pudieran concentrarse, tomar un sendero único y agotarlo, sin embargo, ocurrió lo contrario, sin una rienda que lo ciña, indica citando a Lucano: “El espíritu se extravía en la ociosidad, engendrando mil ideas diferentes” (Variam semper dant otia mentem).
El ocio es productivo, por supuesto, si se emprende la misma tarea que Montaigne, quien al darse cuenta de que sin brida los pensamientos se lanzaban “desordenadamente en el vago campo de las fantasías”, no tuvo más remedio que ponerlos por escrito; ahí está la clave.
Nuestra época es un campo fértil para la distracción, con el conocimiento infinito y las bibliotecas multiplicándose tan a la mano, a sólo un clic de cualquier smart phone deberíamos estar engendrando esas miles de ideas con que nos distrae el luminoso guiño de un enlace.
Ensoñaciones vacuas e inconscientes
Sin embargo, esa misma época, el entorno que nos obliga a rendir todo esfuerzo a la eficiencia y a la eficacia (sin importar que en el fondo la mayoría no sepamos cuál es la diferencia entre un término y otro), hace cada vez más difícil seguir el impulso de Montaigne y rendirse a la distracción, abrazarla. El simple hecho de elogiar la posibilidad de tomar un sendero distinto al que nos propusimos suena a herejía, es apostar a salirse del reporte, perder valiosísimos minutos, perder de vista el objetivo.
En uno de los maravillosos capítulos de Moby Dick el ritmo de las olas mece a un muchacho y lo hace perderse en una “opiácea vaguedad de ensoñaciones vacuas e inconscientes”, pierde su identidad y deja que de su alma se adueñe el profundo e infinito mar… A lo largo de varias páginas Melville se dedica a narrar la ensoñación de ese marinero al que cada aleta que surge sobre la superficie del agua semeja la encarnación de esos pensamientos elusivos que se deslizan a través de él. Muchos párrafos adelante, Melville le dedica otro vasto capítulo a una distracción, a los múltiples blancos del mar.
Lo que comenzó como la descripción de la obsesiva persecución de la gran ballena blanca, el impulso autodestructivo del capitán Ahab, se ha trasladado a otra parte, seguimos arriba del Pequod, pero ya no escuchamos a Ishmael, hace muchas páginas que ni siquiera aparece Queequeg el caníbal o Daggoo o el piel roja; Herman Melville nos ha llevado a otra parte… y creo que nadie puede quejarse, nadie podría reclamar que se ha desviado de la trama principal, que nos está contando otra cosa, porque decidirse por esos senderos, transitarlos, detallarlos, es saber contar.
Contar historias, otra vez
“Esta historia me gusta. ¿Podrías llamarme cada cuatro o cinco días y contarme otra parecida?” cuenta Jonathan Franzen que le pidió David Foster Wallace poco antes de sumirse por completo en un estado de angustia y dolor que, al final, llevarían al suicidio al autor de La broma infinita.
Franzen ya no tuvo oportunidad de contarle una versión más de la historia que le gustaba a Foster Wallace, una que desembocaba en la decisión de no dejarse llevar por la pesadumbre, hacia la destrucción, y que finalizaba remarcando que “su mejor literatura estaba por venir”.
Pienso en el dolor del autor de Las correcciones las muchas ocasiones en que tomó el teléfono y no le devolvieron la llamada, en todas las versiones de esa historia que ya no alcanzó a escuchar Foster Wallace; no lamento (porque es inútil) las novelas que no escribió el autor de El rey pálido, más bien resiento que los cuentos que le había preparado Jonathan Franzen es posible que ya no alcancen nuestros ojos.
Y me distraigo en esta escena porque fue una puerta que se abrió cuando estaba determinado a intentar probar que la mejor lectura es aquella que logra hacer de la distracción un arte. Que es ahí donde se cumple la intención del autor, cuando el lector se abandona a las ensoñaciones vacuas y descubre que mirar de reojo permite descubrir los otros caminos; que lo que hermana novelas como Rayuela, Los detectives salvajes o La vida: instrucciones de uso es, precisamente, que las conforma un andamiaje que facilita andar por escaleras sin una señalética molesta que indique que es el camino correcto; son edificios en los que se puede habitar abriendo y cerrando puertas, andando pasillos, sin esperar que alguien indique cuál es el destino obligado.
Coda
Me distraje sí. Y me distraigo en estas historias porque mi intención original era… no importa, ya escribí el elogio. Ahora, aprovecho esta salida para agradecer a Mauricio Bares, dedicado editor de Nitro Press (www.nitro-press.com) el haberme incluido en la antología 2013 de Lados B, muchas gracias. Un honor.
@aldan