En la medida en que avanza el debate de la Reforma Energética, no obstante sus limitaciones, está siendo posible el señalar sus elementos críticos; el debate debe conducir, lo más posible, a precisar lo que sí es la Reforma y deslindar lo que no es. De esta manera, será posible evitar tanto los distractores del fondo del debate, como la pérdida de tiempo en lo que no conducirá a un buen final.
En nuestra dinámica política, los criterios con los que manejamos las discusiones de los asuntos polémicos, no siempre son los mismos. En unos casos, inhibimos el debate porque anticipamos las conclusiones, que descalifican a los que tienen ideas distintas; en otros, pedimos a los demás que acepten discutir los pros y los contras de los asuntos. Estos criterios de excepcionalidad suelen trasladarse a los escenarios legislativos, donde, o se “mayoritean” las votaciones, o se impiden, tomando las tribunas.
El punto de equilibrio, difícil de lograr ciertamente, consistiría en vivir dos libertades: la de exponer las opiniones, despojadas de elementos tendenciosos, y la libertad de los legisladores para votar los asuntos de acuerdo al sentir de la mayoría de los ciudadanos representados (de los cuales debieron obtener previamente la opinión). Por lo que respecta a la Reforma Energética, sería un importante avance democrático que, a diferencia de lo sucedido con la Reforma Educativa, los legisladores construyeran el dictamen a partir del consenso de la pluralidad de las argumentaciones presentadas en las audiencias.
La iniciativa de reforma constitucional propuesta ante el congreso de la unión por el presidente Enrique Peña, hace dos cambios fundamentales: el primero consiste en retirar del artículo 27, en su párrafo quinto, la palabra “contratos” del campo de los hidrocarburos, y agregarla al campo del sistema eléctrico nacional. El segundo cambio radica en el retiro del párrafo tercero del artículo 28 el texto “petróleo y los demás hidrocarburos; petroquímica básica”.
El efecto consecuente de la propuesta en el primer cambio es, que sea la ley reglamentaria respectiva la que “determinará la forma en que la nación llevará a cabo las explotaciones de esos productos” a través de contratos. En el segundo, el petróleo y los demás hidrocarburos y la petroquímica básica dejarán de constituir monopolios.
El panorama que se desprende con el supuesto de la “ley reglamentaria” no está definido; el Gobierno de la República, o su partido político, no ha dado a conocer lo que está considerando, de manera precisa, en esa ley reglamentaria para determinar “la forma” en que “la Nación” explotará esos productos. Ante este vacío en la iniciativa –dado que primero están planteando la reforma constitucional solamente–, lo que resta es la especulación, ya que caben muchas cosas que ya se están mencionando, en una dirección y en otras.
En este contexto, considero que en el fondo del debate encontramos dos elementos: el primero es, si el estado mexicano debe seguir siendo entidad productiva o sólo rector del campo de los hidrocarburos; es decir, si el gobierno se dedica a su función de ser rector de la economía y del desarrollo nacional o sigue participando como entidad productiva junto con la sociedad civil y los empresarios.
En el segundo elemento plantearía dos preguntas: ¿cómo sería el desarrollo económico con la participación de capitales particulares en el campo de los hidrocarburos? y ¿tendría capacidad la clase política mexicana para, en el caso de la participación de los capitales particulares en los hidrocarburos, establecer leyes eficientes y precisas, y formar gobiernos fuertes que apliquen dichas leyes?
Si la respuesta a la segunda pregunta la consideramos negativa, por las razones que sean, los legisladores no deberán aprobar la Reforma Energética; efectivamente, se abriría una oportunidad mayor para un mal que, hasta ahora, la clase política no ha podido remediar, como es la corrupción, con perjuicio a la nación.
En cambio, si la respuesta a esa pregunta es positiva, y se convierte en un reto para renovar el aparato de gobierno, y pasar de las meras reformas de las leyes (que hasta ahora no han logrado transformar a los políticos) a la renovación del espíritu de servicio y de las virtudes políticas de las personas que llegan a los gobiernos, entonces el país estará en posibilidad de abrir, efectivamente, una nueva época.
La época en que los gobiernos eran empresarios ya pasó, prácticamente, en la mayoría de los países; la forma como en México el gobierno se deshizo de muchas empresas fue, desafortunadamente, para allegarse recursos debido a la quiebra de sus finanzas, agravada por la irremediable corrupción de los directivos de muchas de las empresas públicas. Quedó ausente el motivo principal de que al gobierno le corresponde, como función primordial, dedicarse a gobernar la vida de la sociedad, confeccionando leyes eficientes que regulen con equidad y justicia la generación y distribución de la riqueza, y ejercer honestamente los recursos financieros, incluidos aquellos que son necesarios e indispensables para los programas sociales.
Hoy, el Gobierno de la República puede ser liberado de una difícil carga para que pueda convertirse en el gran rector del desarrollo de la industria de los hidrocarburos. Los recursos fiscales que recibe hoy de Pemex, pueden ser generados por las empresas particulares que participen en el sector. La rectoría del gobierno podría ser tan rigurosa como efectiva para controlar eficientemente las actividades que desarrollen los particulares.
La explotación y abuso de los empresarios extranjeros puede llegar tan lejos como el gobierno –débil– se lo permita; para la explotación y abuso de los trabajadores y de la economía del país, no es necesario que vengan los extranjeros, ya observamos a algunos mexicanos que así lo hacen. Tampoco tienen que ser petroleros, los bajos salarios que pagan, por ejemplo, se dan también en otros sectores.
La conclusión legislativa, al final, deberá dar al país paz y trabajo para un mejor desarrollo.