Por: Jorge Ramírez
Hace algunos días, cambiando obsesivamente de canal la TV me detuve en un programa donde preguntaban a diversos artistas cuáles eran sus sitios o rincones favoritos de la ciudad de Nueva York, los entrevistados daban detalles de restaurantes, cafeterías escondidas, tiendas extrañas etc. Hay mucho que ver en la gran manzana, después de esto no pude evitar preguntarme (no por sentirme artista sino por un simple ejercicio que no pude evitar realizar) cuáles eran mis sitios favoritos de la ciudad en la que vivo, no negaré que tardé un tiempo en llenar mi corta lista y uno de los elegidos fue el espacio donde se ubican los restos de lo que anteriormente fuera la “Casa Redonda”, parte importante de los talleres del ferrocarril hasta la década de los 60 cuando fue demolida y posteriormente enterrada. En años recientes se descubrieron los restos de su cimentación, grandes y anchos bloques de concreto fueron emergiendo conforme las excavadoras iban retirando toneladas de tierra alrededor de ellos, lo que quedó al descubierto fue un conjunto de volúmenes con unas cualidades plásticas innegables, un extraño y gigantesco círculo rodeado por otros enormes bloques distribuidos aleatoriamente para cumplir su antigua función, alrededor del recién descubierto conjunto se despalmó una gran área de terreno, lo cual acentuó aún más su carácter escultórico que nunca dejó de sugerirme, guardando sus distancias claro, una suerte de Stonehenge hidrocálido, ninguno de los claros entre los muros está alineado a la salida solsticio como sucede con el conjunto inglés pero su pesadez, su tono grisáceo y su concéntrica disposición no dejaba de darle un carácter místico y enigmático.
Pasear entre estos restos, era como recorrer una de las esculturas monumentales de Richard Serra o un laberinto Borgiano, cualquier cosa podría ser el rastro de Teseo y me parecía ver en aquellos muros carcomidos por el tiempo y años de estar bajo tierra las marcas dejadas por algún ser monstruoso. De verdad era un extraordinario espacio para la reflexión y siempre pensé que debía ser rescatado y aprovechado, quien no se bajó nunca de su auto o no caminó desde la Universidad de las Artes a vivir esta experiencia déjeme decirle que se la ha perdido para siempre.
Resulta que de pronto alguien decidió que este espacio que nadie sabía qué hacer con él era la solución ideal para la falta de cajones de estacionamiento de la Sala de Locomotoras. No quiero hacer el papel de romántico empedernido ni de extraño personaje con raras costumbres como la de la de caminar entre escombros al que de pronto se los quitan y se deprime. El hecho en sí es que desde el punto de vista histórico, urbanístico, quizá arqueológico o plástico esos restos tienen -o tenían- un gran valor. La toma de la decisión de qué hacer con ellos y a quién encomendarle la tarea de intervenirlos o proyectar algo alrededor de ellos era delicado, como en la mayoría de los casos en nuestro magullado Aguascalientes esta historia terminó mal, no gastaré tinta hablando sobre la decisión de haber convertido esto en estacionamiento, cualquier persona con una mínima sensibilidad y mínimos conocimientos de urbanismo, plástica, (profesionales a los que se tuvo que haber consultado) pudiera haber entendido que ésta no era la decisión más inteligente. La otra decisión, la de a quién encomendarle la tarea de desarrollar el proyecto fue con mucho la más desafortunada, es difícil ser arquitecto y al mismo tiempo juzgar algo hecho por un colega, somos ególatras sin medida, siempre creemos que lo pudimos haber hecho mejor y no perdemos la oportunidad de presumir que la tenemos más grande que aquél al que encomendaron el trabajo en vez de a mí, mas hay cosas que son demasiado obvias y que no puede pasar por alto cualquier arquitecto, restaurador o arqueólogo que tenga una mediana idea de lo que se puede hacer o no con unos restos de este tipo, se hizo todo lo que se tuvo que hacer para demeritar y avergonzar al conjunto, amén de borrar por completo su valor histórico, aquel extenso espacio que emplazaba señorialmente la Universidad de las Artes ahora se ve aprisionado, los antiguos y poderosos bloques de concreto (signo cifrado del pasado Aguascalentense) han sido convertidos en macetas, solución digna de señora aficionada a la decoración, se ve un apretado revoltijo donde nadie entiende qué estaba y cuál es la nueva construcción, ¿esas paredes de cemento por qué las dejaron sin terminar?, se pregunta la gente, e imposible dejar de mencionar la cereza del pastel, una ridícula caricatura de locomotora coronando el desastre; éste sí, un gran monumento a la torpeza y a la falta de oficio creativo de la persona a la que encomendaron el proyecto. No quiero extenderme ni es el foro para hacer un dictamen técnico de los evidentes errores en el proyecto, se podrían escribir cuartillas acerca de las normas y los estrictos cánones existentes para intervenir restos como éstos, los cuales nuestro flamante interventor se ha pasado por el arco del triunfo, el hecho que entristece es que de nuevo, perdió Aguascalientes.
Resolver proyectos que impliquen este grado de compromiso es tremendamente delicado, si contamos, en Aguascalientes hay un sinfín de ejemplos donde en un afán de rescatar el patrimonio Arquitectónico se le ha hecho un enorme daño, el Museo Posada, el Jardín del Encino, la Biblioteca Bicentenario y la lista podría seguir. Finalmente, la culpa no es del indio, el proyectista, (dentro de su bendita ignorancia que lo salva de noches sin dormir al hacerse consciente de lo que ha hecho) está orgulloso de su obra, la culpa es del pantano de la burocracia, de la corrupción, del ignorante consejo o Directivo Gubernamental que asignó por olímpico dedazo una responsabilidad a alguien que él creyó capaz.
Triste el destino de nuestro hijos, que crecerán entre arquitectura pobre y remedos de lo que fueron los poquísimos legados de nuestra historia, otra piedra más al costal al que está atada y dentro del cual se hunde la cultura en Aguascalientes.