En 2011, la empresa de periódicos McClatchy, la tercera más grande de los Estados Unidos, produjo Fists of Determination, un reportaje en video en el que James Blears, corresponsal deportivo británico, habla acerca del boxeo en México. Aunque el protagonista, digamos fotográfico, es Juan Manuel Márquez, el filme en realidad se teje en torno a las características que hacen de nuestros peleadores, los mejores del mundo.
“Los boxeadores mexicanos salen a pelear, no a dar demostraciones del ‘noble arte del pugilismo’. Lanzan golpes desde el inicio hasta el final; pelean hasta el último segundo buscando ganar”, comenta Blears. Como ejemplo de ese coraje y esa determinación recuerda las palabras de Antonio Margarito cuando, después de la golpiza que le propinó Pacquiao, un reportero le preguntó por qué había continuado si era claro que la pelea estaba perdida: “Soy mexicano, nosotros peleamos hasta el final”.
Históricamente, México es el segundo país con más títulos de boxeo en el mundo, tan sólo por debajo de los Estados Unidos. En años recientes la cuota ha aumentado y la contundencia del box mexicano poco a poco se va imponiendo, es común que haya más campeones de nuestro país por año que de cualquier otro lugar. Entrenadores y peleadores de todos los continentes acuden al legendario gimnasio de Nacho Beristáin, el Romanza —llamado así en honor a Daniel Zaragoza y Gilberto Román—, a aprender la técnica mexicana.
Por otro lado, los resultados más recientes de la multitud de selecciones de futbol de nuestro país han sido poco menos que espantosos. La selección panameña se dio el lujo de derrotar dos veces en menos de un mes al equipo mexicano que asistió a la Copa de Oro. La selección sub-20 que acudió a Turquía nos regaló algunos minutos brillantes y nos endilgó otros muchos sosos y desencantados. La Copa América fue el aparador ideal para jugadores mexicanos abiertamente aburridos, inexactos y conformistas. Las eliminatorias para el Mundial de Brasil no cuentan una historia diferente: partidos feos, pases feos, tiros feos y una defensa feísima son los ingredientes de un espectáculo antiestético.
La liga mexicana es carísima, los jugadores ganan fortunas. Los aficionados de nuestro país constituyeron el segundo contingente extranjero más numeroso en el Mundial de Alemania. Hay mexicanos en cada juego realizado en los Estados Unidos, Jamaica, Argentina o Italia. Somos apasionados fanáticos de la mediocridad; nos embriaga la retórica de los analistas, la promesa de los dirigentes, el anuncio de pan o rastrillos de los deportistas. Nadie viene acá a aprender la manera en que jugamos, la técnica mexicana de futbol no existe, el estilo mexicano tampoco; es probable que ni siquiera eso que jugamos pueda ser llamado futbol.
Hace algún tiempo tuve el cuestionable privilegio de revisar un libro acerca del método de las cinco eses, y no es que estuviera mal escrito o que sienta una peculiar aversión por las técnicas de gestión japonesas. El problema era más bien lo ajeno que me resultaban; suprimir obsesivamente el desorden no me parece natural, encuentro imposible trabajar sin la colección de Hulks de juguete que invaden mi escritorio; no podría corregir un texto si en mi espacio de trabajo no abundaran notas y libros de referencia en apariencia inútiles; en potencia, indispensables. Jamás acabaríamos de editar manuales o novelas si no pudiéramos usar los pizarrones que tenemos para hacer dibujos cada vez que nos plazca.
Por supuesto, tampoco es que dude de la efectividad de la cultura empresarial japonesa, a ellos les ha dado resultados estupendos. Aunque es claro que ordenar y limpiar, disponer exclusivamente de lo necesario y eliminar lo innecesario no fue un invento de los gerentes asiáticos; estos principios fueron adoptados de una tradición nacional, de una manera de ser y hacer. Los administradores meramente sistematizaron la costumbre y la vaciaron a manera de instructivo. Quién mejor que los trabajadores japoneses para trabajar a la japonesa. Nadie como los alemanes para comportarse a la alemana.
La cuestión es que importar sin adaptar, traducir sin adecuar, puede ser, al final, una categórica torpeza. Primero hubo una manera de ser japonés, después se adaptó a la gestión de las empresas. Acá buscamos invertir el proceso: trabajemos como ellos, quizá algún día seamos como ellos.
Si hubiera que elegir alguna tradición de nuestro país como modelo para hacer las cosas; cierta disciplina que, aun teniendo su origen en otro lado haya echado raíces profundas acá; una actividad por la que nos distingamos internacionalmente, que esté poblada de características deseables y cuyos alcances sean fáciles de extender, seguramente no elegiría el futbol. Si como jugamos, queremos dirigir nuestras empresas o nuestra nación; seremos goleados inmisericordemente. Los boxeadores, por su parte, son extraordinariamente disciplinados; trabajan sin parar —recordemos que México es el país de la OCDE en que más horas se trabaja—; entienden que el esfuerzo paga; no esperan dádivas, saben que lo que obtengan lo habrán ganado literalmente con sus propias manos. Por supuesto, en la adaptación habría que pulir algunos detalles: muchos boxeadores llegan a lo más alto sólo para desplomarse —los futbolistas viven desplomados—.
Me gusta imaginar que en algún momento las palabras que se dicen de los boxeadores mexicanos, se dirán de los mexicanos a secas: salen a pelear, lanzan golpes desde el inicio hasta el final; pelean hasta el último segundo buscando ganar. Me gusta imaginar que cuando excepcionalmente salgamos derrotados y nos pregunten por qué seguimos de pie, contestemos: “Soy mexicano, nosotros peleamos hasta el final”.