El mundo de la religión, como el de la política, suelen ser opacos. Nada mejor guardados que los secretos de eclesiásticos y políticos, sobre todo, cuando se trata de los mismos secretos: para unos y otros la secrecía es una de sus principales fuentes de su poder. En ausencia de información y transparencia, no es infrecuente que a la hora de tratar de entender el porqué de ciertas acciones o decisiones de las autoridades religiosas y políticas de nuestro estado no quepa sino hacer conjeturas, es decir juicios por indicios y observaciones. Sólo en base a conjeturas, en efecto, es posible tratar de explicar no sólo la abierta militancia política del obispo de Aguascalientes sino también la tolerancia o consentimiento que las autoridades civiles han manifestado ante un hecho que contraviene lo dispuesto en las leyes. Siguen, entonces, tres tristes conjeturas.
Primera conjetura: el obispo de Aguascalientes pretende ignora las leyes que rigen en el país.
El obispo de Aguascalientes, el señor José María de la Torre Martín, desconoce, o pretende desconocer, las leyes que rigen en el país, en especial las que, por su profesión, le competen directamente observar. De otro modo no se explica cómo, con una regularidad temeraria, quebranta el artículo 130 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que explícitamente señala que los ministros religiosos no “podrán en reunión pública, en actos de culto o de propaganda religiosa, ni en publicaciones de carácter religioso, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones”, así como la fracción X del artículo 29 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, donde se identifica como una infracción a esta Ley el “Oponerse a las leyes del país o a sus instituciones en reuniones públicas”.
Un ejemplo inmediato y contundente es la constante oposición que ha manifestado el obispo de la Torre Martín en contra del Artículo 2 de la Constitución Política del Estado y su nada discreta militancia para que éste se modifique en los términos en que él considera debe hacerse. Llamar “bueyes”, “güevones” y “gusanos perversos” –según declaraciones publicadas el martes 23 en la edición nacional de La Jornada, pág.31- a los diputados locales por no acatar al pie de la letra sus disposiciones no sólo muestra el inmenso desprecio del obispo a la ley y a los representantes populares, sino también el exiguo nivel intelectual del prelado, nivel en el que, sin duda, le gustaría y convendría que se mantuviese el debate en torno a las materias de las que se ocupa dicho Artículo 2.
Por si hubiese aún alguna duda sobre su precario nivel intelectual, el señor obispo tuvo a bien expresar que el dictamen de las Comisiones de Gobernación, Puntos Constitucionales y de la Familia en relación al Artículo 2 permite “hacer manipulación in vitro, es decir, sinvergüenzadas. Hablan de salud reproductiva y se refieren a que las niñas y las señoritas puedan tomar la píldora del día siguiente y utilizar el DIU (dispositivo intrauterino) como otras cosas. Ahí se ve la mano de un gusano perverso”. Difícil reunir tantos disparates en tan poco espacio.
Segunda conjetura: el obispo de Aguascalientes se permite menospreciar las leyes ya que sabe que no será sancionado por las autoridades civiles.
A pesar de que el artículo 130 establece la separación entre el Estado y las iglesias y de que en el artículo 3 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público se afirma la laicidad del Estado mexicano, parece ser que las autoridades civiles y religiosas del país y de la entidad han llegado, por lo pronto por la vía de los hechos, a un cómodo acuerdo según el cual el célebre principio de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, (Mateo, 22, 21) cabe hoy ser reinterpretado de tal modo que parte de lo que le corresponde a César en realidad le corresponde, más que a Dios, a la Iglesia y sus arzobispos, obispos o sacerdotes.
En este país, en esta entidad no parece impropio ni descabellado, y sí muy triste y preocupante, afirmar que las autoridades religiosas, o al menos las católicas, gozan de una suerte de impunidad que, por un lado, ampara su incursión recurrente en la vida política y legislativa de la entidad y, por otro lado, explica la invariable omisión de parte de las autoridades civiles, como juraron en cuanto tomaron posesión de sus cargos, de velar por el Estado de Derecho. Ello quizá nos ayude a explicarnos tanto el porqué el obispo local parece no ver ningún problema en reclamar para sí derechos legislativos que no sólo no le corresponden, sino que, además, nadie quiere que ejerza, como el porqué las autoridades de la entidad gustan tanto de hacer público lo que, en sentido estricto pertenece a su vida privada, es decir su religiosidad, sus lazos de amistad con el obispo. Ambas autoridades, las religiosas y las civiles parecen, entonces, estar plácidamente instaladas en este desacato mutuo a la laicidad de la República y sus leyes.
Tercera conjetura: las mujeres seguirán siendo dueñas de su cuerpo… pero sujetas a ciertas condiciones
El dictamen de las comisiones locales ha disgustado, entonces, al señor obispo. Por razones totalmente distintas tampoco me ha parecido adecuado: se trata de una resolución de compromiso que deja en el mismo estado en que estaba, es decir muy restringido, el derecho a la libre reproducción de las mujeres, esto es que no termina por reconocer en plenitud ese derecho. De los males el menor, por supuesto. Pero si realmente queremos crecer como sociedad, si efectivamente aspiramos a acrecentar nuestras libertades, si hemos de tomar nuestra mayoría de edad con seriedad, debemos dejar atrás la aprensión que despierta aún la plena libertad de las mujeres: sus derechos no deben estar sujetos a las condiciones que nacen de nuestros temores.