El Dr. Evil ha construido una máquina del tiempo y expone ante sus secuaces el plan último para derrotar a su archienemigo, Austin Powers: viajará al pasado y robará el “mojo” de Powers mientras éste continúa congelado en las instalaciones del Ministerio Británico de Defensa. El segundo al cargo en la organización criminal, conocido atinadamente como Número 2, sugiere que la máquina del tiempo se use para invertir en la bolsa y así generar trillones de dólares; el Dr. Evil responde: “¿Para qué ganar trillones, si podríamos ganar billones?”. Scott, el hijo del Dr. Evil, opina que el plan es una tontería y propone a su padre que en lugar de tramar estrategias truculentas y complicadas viaje al pasado y mate de una buena vez a su enemigo. La respuesta del padre es: “¿Qué te parece… no, Scott?, ¿ok?”.
Pero no es la única vez que el supervillano ha hecho una elección insensata. Tiempo atrás —una película digamos—, cuando ya había hecho prisionero a Austin Powers y a la hermosa Vanessa Kensington, en lugar de eliminarlos de inmediato, los ata al “mecanismo sumergidor innecesariamente lento” y ante el reclamo de Scott, responde: “Los dejaré solos y en realidad no seré testigo de su muerte. Sólo daré por hecho que todo salió conforme al plan”.
El Dr. Evil es una parodia, por supuesto, sus planes siempre son estropeados y su destino es la derrota. Es la versión cómica de Blofeld, némesis de James Bond. Lo interesante es que Blofeld es ya una parodia; los alcances de sus proyectos, las intenciones de sus acciones son a tal grado desmedidos y mal ejecutados, que resultan ridículos. El Dr. Evil es pues la parodia de una parodia; caricatura en segundo grado. En español hay una versión de su nombre que lo evidencia: Doctor Malito.
Hace algunos años, en Aguascalientes recordamos que existía el centro. Si bien no se trata de un portento como el que poseen Zacatecas o Guanajuato, ya era hora de que recuperáramos e hiciéramos nuestra, de nuevo, esa zona de la ciudad. Los míticos Excélsior, Fausto, Greco y Woolworth (todos tristemente desaparecidos) tardaron mucho en tener descendencia; apenas recientemente el centro es ya un lugar de cafés. Los esporádicos esfuerzos por llevar la fiesta al primer cuadro —la persistente y cambiante Caverna; la efímera Escalera, el legendario Yam Bak, etc.— han sido emulados con éxito hasta hace poco. El centro es ya un lugar de bares. Y también el Campeador y el Mitla cuentan con pares, y competencia. El centro ya tiene restaurantes —incluso pequeñas leyendas, como la Spaghetteria, que casi nadie conoció y fue una joyita algunas semanas—.
Esto ha dado pie a nuevas costumbres. El “madereo”, tan extrañado por políticos en campaña, ha reencarnado en una suerte de “marcha” aguascalentense: un bar, un trago. Cientos de personas recorren las calles de Madero, Carranza, Nieto y J. Pani; entran y salen de bares, ríen y se marean conforme avanzan. Hasta ahora no ha habido problemas, por lo menos no muchos, por lo menos no muy graves. Pero comienza a haber indicios de que la cosa puede cambiar.
Además de quienes salen para divertirse, existen otros raros ejemplares que van de fiesta para reñir con lo que encuentren, sean reglamentos, leyes o personas. Si hay raya roja, se estacionarán en ella; si hay rampa para sillas de ruedas, con mayor razón. Imaginarán que una ley nunca escrita les da inmunidad después de las 10 de la noche, todas las calles sirven para dejar el auto. Si el tráfico los aburre, encenderán sus radios a todo volumen, así pasen a centímetros de quienes conversan en los cafés. Incluso intentarán que el rugido de sus autos, y el acelerón de una cuadra le demuestre a los peatones su presencia. El concierto irá del reggaetón a la banda, de carro en carro. Si el bar está lleno, pelearán con los meseros, los dueños, los encargados de la puerta. Inventarán pretextos para no mostrar su identificación —porque muchos no pasan de los 17 años—. Y entrarán a los bares a tomar, no para disfrutar, sino para envalentonarse, para rozar el hombro del otro y acusarlo, para soltar el golpe, para amar trifulca.
Estos tipejos ya visitan los bares y cafés del centro, ya presumen sus plumas como pavorreales patéticos. No se trata de criminales internacionales, no son sino la caricatura de la caricatura de un villano. Son unos pocos malitos que quieren pasarla bien haciendo que los demás la pasen mal. Son, como diría el propio Dr. Evil, semi-malos, cuasi malos, son la margarina de la maldad, son la coca light de la maldad, malos de una caloría. Pero de que pueden estropearnos la fiesta, pueden.