Hace cuatro años fallecieron 49 niños en la guardería ABC, en Hermosillo, Sonora. Es un hecho que no podemos permitirnos olvidar, tanto porque debe evitarse que ocurra en el futuro un evento similar, como porque sus consecuencias fueron tan dramáticas y dolorosas, y sus causas tan enraizadas en los usos y costumbres con que se gobierna este país, que su sola ocurrencia sigue poniendo a prueba, además de nuestra capacidad de indignación, nuestra capacidad de entender cómo fue posible, por un lado, que ocurriera algo que, por definición, no debió ocurrir bajo ninguna circunstancia y, por el otro lado, cómo fue posible que las autoridades públicas –desde el Presidente de la República hasta el Jefe de Prestaciones Económicas de la Delegación del IMSS, pasando por el Gobernador del Estado de Sonora y el Presidente Mundial de Hermosillo- pudiesen reaccionar ante la magnitud de la tragedia de una manera que en el mejor de los casos podemos llamar de desafectación moral e irresponsabilidad civil.
El caso de la guardería ABC tiene el triste designio de representar hasta dónde puede llegar la irresponsabilidad civil de las autoridades y funcionarios públicos en el país. El fallecimiento de los niños es la señal fatídica de cuánto se ha cedido en este país a la impunidad, la corrupción y el desgobierno de quienes tienen la obligación de gobernar. Lo que ocurrió el viernes 5 de junio de 2009 en la guardería no fue meramente incidental ni una excepción. Lo que ocurrió no se debió a un mero descuido administrativo o a un torpe descuido: fue consecuencia directa de una negligencia criminal de la que son responsables personas de carne y hueso, con nombre y apellido y que, al parecer, varias de ellas siguen eludiendo la justicia.
Pero el caso de la guardería también nos indica el grave desafecto moral con que empezamos a recibir las cada vez más frecuentes y crueles noticias del ascenso de la violencia y el crimen que en esos años se estaba dando en varias regiones del país. Cierto que, conforme este ascenso de la criminalidad fue incrementando la inseguridad pública a nivel nacional y comprometiendo la gobernabilidad en no pocos territorios del país, la sociedad no dejó de manifestar su creciente preocupación y malestar. Pero lo que, creo, se advirtió menos fue el pernicioso hecho de que este ascenso de la violencia fue adquiriendo tal intensidad, visibilidad y recurrencia que, gracias al efecto de una mayor familiaridad, se fue acrecentando la escala de tolerancia con que, sociedad y gobierno, fuimos recibiendo y procesando esta escalada de la violencia.
Como consecuencia de ello, tendemos a ver que no pocos eventos de violencia o actos criminales que hasta hace unos años nos parecían tan improbables como intolerantes, empezaron a formar parte no sólo del campo de lo posible (sino es que parte del paisaje de la cotidianidad) sino también de lo soportable, de lo digerible. Y si bien el irnos acostumbrando a la inseguridad, la violencia, la impunidad y en cierto modo a la crueldad, no supuso en sí un acto de resignación o contrición, sí nos fue llevando a reconocer y admitir que la violencia y el crimen ocupaban un espacio cada vez más amplio dentro de nuestra cotidianidad y que, en consecuencia, había que redibujar y moldear las fronteras de lo que parecía no sólo bueno o malo, sino también posible o imposible, tolerable o intolerable, necesario o contingente.
Esta suerte de reacomodo de nuestra sensibilidad moral y de los alcances de nuestra responsabilidad cívica a los nuevos hábitos de cotidianidad que reclamaba lo mismo el ascenso del crimen y violencia que la disparatada, y finalmente fallida, estrategia del gobierno de Calderón ante este ascenso, supuso que, cuando aparece un evento como el de la guardería ABC, con todo el dolor e indignación que lleva en sí, no sólo nadie pueda darse por extrañado, ni alegar que el evento es en sí inexplicable o inusitado entre nosotros, pero tampoco nadie podría evitar el preguntarse si no se habría llegado, finalmente, a un punto de no retorno, si este evento no indicaba que se habían rebasado del todo y de manera definitiva las fronteras de la inmoralidad y de que, en efecto, en este país es de esperar que estas cosas ocurran sin que, además, nadie asuma responsabilidades de ello.
Las respuestas que ofrecieron Felipe Calderón desde la Presidencia de la República y Eduardo Bours desde el Gobierno del Estado de Sonora apoyan esta impresión. Ante la legítima exigencia de claridad moral y responsabilidad jurídica que realizaron los padres de los niños afectados y, en seguida, parte de la sociedad, la respuesta que se dieron los gobernantes apenas si alcanza a mostrar el grado de ofuscación moral en que se encontraban en ese momento ambos gobernantes, y cuán endeble era su sentido de responsabilidad pública.
La muerte de los niños también mostró claro que, como sociedad, en ese momento parecíamos incapaces de abandonar la perplejidad para empezar a edificar una respuesta organizada que pusiese atajos sociales e institucionales a la violencia del crimen organizado y a la ineptitud e irresponsabilidad de los funcionarios. Es evidente que, a cuatro años de la tragedia en la guardería ABC, no hemos encontrado aún la forma de contar con esos atajos, pero creo que es a partir de esta tragedia que, como sociedad, como ciudadanos empezamos a advertir lo insano y riesgoso que resulta el acostumbrarnos a que la violencia e inseguridad continuasen alcanzando cuotas y escalas cada vez mayores y a que la impunidad y desafecto de los funcionarios y autoridades públicas siguiesen imperando. Es probable, en fin, que, a contracorriente de lo que fue la actitud de Calderón y Bours, la sociedad encontrase cada vez menos digerible la violencia del crimen organizado y cada vez menos tolerante la irresponsabilidad y desafección moral de las autoridades.