Vicente Morales Oyarvide
Cáncer es sin duda una de las palabras más atemorizantes de nuestra lengua. Sin importar si hablamos de alguien cercano o de un desconocido, nos esforzamos en usar eufemismos (en EE.UU. se le conoce como “la gran C”) para maquillar el vocablo. Tal como si creyéramos que su sola mención lo acercará a nuestras vidas, dotamos de misticismo a este mal que ha azotado a la humanidad por milenios. No obstante, ¿a qué nos referimos exactamente cuando decimos cáncer? ¿hablamos de una sola enfermedad, o más bien de una multitud de males con características compartidas?
Desde el punto de vista celular, los distintos tipos de cáncer –pulmón, mama, colon, etc.– comparten características que los hacen similares: crecimiento fuera de control, desconexión de las células sanas vecinas, y la capacidad para diseminarse por el cuerpo e invadir otros órganos. Estas similitudes llevaron a la oncología de la posguerra a lanzar un ataque frontal contra el cáncer en busca de la cura universal –al encontrar la cura para un tipo de cáncer, se encontraría la cura para todos los demás– siguiendo un modelo eminentemente pragmático similar al proyecto Manhattan. Los oncólogos de la época pronto comprendieron que los primeros éxitos logrados con los noveles agentes quimioterapéuticos no eran reproducibles en todos los cánceres, y las diferencias que existen entre los últimos se hicieron evidentes. Ensayos clínicos y observaciones sistemáticas demostraron que cánceres originados en distintos órganos tenían un comportamiento muy distinto entre sí: mientras que los tumores de algunos órganos tenían un crecimiento indolente y respondían muy bien a los fármacos y a la radiación, otros están inexorablemente ligados a un pronóstico ominoso. Es importante señalar que cada órgano puede dar origen a distintos subtipos de cáncer, con un comportamiento y pronóstico radicalmente opuestos.
En la misma época, James Watson y Francis Crick describían la estructura de doble hélice del ADN en el laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, Reino Unido. Este descubrimiento marcó un hito en la genética y en el estudio del ADN, la molécula que compone los genes que contienen la información necesaria para formar una célula, un órgano, y un tumor.
En ese entonces, nuestro conocimiento sobre los diferentes tipos de cáncer se basaba en el aspecto morfológico que exhibían los tumores al ser observados al microscopio, así como en su afinidad por diferentes colorantes y anticuerpos. Los avances en nuestra comprensión de la genética humana y el desarrollo tecnológico de herramientas de biología molecular como la reacción en cadena de la polimerasa y la secuenciación de nueva generación han hecho posible descubrir que existen mutaciones genéticas que causan y facilitan la formación de tumores.
No todos los cánceres tienen las mismas mutaciones. Estas mutaciones afectan distintos genes y tienen orígenes muy variados: mutaciones heredadas dentro de una familia, inducidas por factores físicos como la radiación solar y los rayos X, causadas por agentes químicos como los encontrados en el humo del tabaco, ocasionadas por virus como el virus del papiloma humano, etc. Todas ellas tienen algo en común: el resultado final es una alteración dentro de uno o varios mecanismos de control del crecimiento y comportamiento normal de la célula.
Este hallazgo tiene al menos dos implicaciones de gran importancia: en primer lugar, ha dado pie al concepto de huella digital del cáncer. Hoy sabemos que algunos subtipos especialmente agresivos de cánceres con diferentes órganos de origen comparten el mismo perfil de mutaciones (p. ej., un reciente estudio publicado en la revista Nature reveló que uno de los subtipos de cáncer más agresivo de endometrio tiene una gran similitud genética con variantes agresivas de cáncer de ovario y mama). Esto es tremendamente importante, ya que implica que pese a que estos tumores se originaron a partir de órganos tan distintos como colon y mama (otro ejemplo), pueden compartir más similitudes entre sí que dos subtipos de cáncer originados en el mismo órgano.
En un artículo publicado el 1 de mayo en The New York Times, el Dr. Jeff Boyd, director ejecutivo del Cancer Genome Institute, señala que el descubrimiento realizado en el caso de los cánceres de endometrio, mama y ovario es hasta ahora el mejor ejemplo de que clasificar a los cánceres con base en su huella digital genética es superior a clasificarlos basados en su sitio de origen, el paradigma imperante.
En segundo lugar, el descubrimiento de mutaciones oncogénicas específicas ha abierto las puertas a la era de la terapia dirigida (también conocida como medicina personalizada). La terapia dirigida se basa en la existencia de blancos tumorales específicos que al ser bloqueados detienen el crecimiento o causan la muerte de las células cancerosas, causando un daño menor a los tejidos sanos. En contraste, la quimioterapia convencional es menos selectiva, afectando tanto a células cancerosas como a células sanas causando los ya conocidos efectos secundarios.
No todas las terapias dirigidas son el resultado de sofisticados descubrimientos genéticos; de hecho, se considera que la primer terapia dirigida fue el uso de agentes bloqueadores de estrógenos, hormonas necesarias para el crecimiento de algunos cánceres de mama. Actualmente, los ejemplos de quimioterapias dirigidas basadas en mutaciones específicas abundan, y algunos de los fármacos son efectivos en cánceres con origen en órganos distintos pero que comparten la misma mutación genética. Todo esto sin duda son buenas noticias; sin embargo, aún hay un enorme número de retos que afrontar, entre ellos: los cánceres desarrollan resistencia a las terapias dirigidas, y el costo de éstas continúa siendo muy elevado.
Hoy sabemos que la guerra contra el cáncer concebida en los años 50 es mucho más compleja de lo que se pensaba. Más allá de enfrentarnos a una sola enfermedad, nos enfrentamos a un organismo de comportamiento camaleónico surgido de nuestras propias células, dotado de una capacidad de adaptación fuera de serie. 65 años después de que Sidney Farber usara por primera vez la aminopterina como quimioterapia para la leucemia linfoblástica aguda en niños, todos los sobrevivientes nos recuerdan que esta larga guerra se puede ganar.
Lectura recomendada: Siddhartha Mukherjee, El emperador de todos los males (Taurus, 2011).
¿Es una opinion personal o un resumen del libro?
Hablas como un experto pero ¿cuantos pacientes con cáncer has tratado?.
Antes de omitir una opinión “erudita” revisa el estado actual del manejo del cáncer en Latinoamérica y lo que se viene en 20 años; te recomiendo el artículo recientemente publicado en Lancet Oncology Abril 2015 (Paul E. Goss).
Actualmente en la red cualquiera puede ser un experto.
Hola Bolivar,
Muchas gracias por leer el artículo y recibo tus comentarios con gusto.
El contenido del artículo es una breve reseña con fines de divulgación científica generada a partir de literatura seria y de mis dos años de experiencia en investigación clínica en cáncer de páncreas y pulmón.
Aunque me halagas al decir que hablo como experto o calificando mi opinión de erudita, disto mucho de ser la primera y humildemente declino a llamar a esto erudición.
Mi intención es cerrar la brecha que existe entre los hallazgos recientes en biología del cáncer de las revistas médicas y los hospitales académicos, y el público alejado del campo médico. Muchas gracias por tu recomendación, leeré con gusto el artículo del Dr. Goss.
Saludos!
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Vicente