Flota en el ambiente la preocupación por la transgresión soterrada o abierta a la norma constitucional del Estado laico. Un conjunto importante de personalidades e intelectuales decidió publicar un manifiesto, el pasado miércoles 15 de mayo, en este preciso sentido, que en lo esencial postula: “En los días recientes hemos atestiguado diversas manifestaciones de actores políticos que violentan y ponen en peligro al principio de la laicidad que, por mandato constitucional, caracteriza a la República Mexicana.
“En concreto, los gobernadores de Chihuahua, César Duarte; de Veracruz, Javier Duarte y del Estado de México, Eruviel Ávila, todos del Partido Revolucionario Institucional, han realizado pronunciamientos o participado en actividades de indiscutible índole religiosa. En los tres casos, al realizar esas acciones, actuaron en su carácter de gobernadores constitucionales de sus respectivos estados. Por su parte, el Partido del Trabajo y el Partido Acción Nacional celebraron una alianza electoral en Durango para la que pidieron -y obtuvieron- la bendición de un arzobispo. Se trata de actos inadmisibles que representan un retroceso histórico, violentan a la constitución, vulneran la laicidad estatal y, en esa medida, amenazan a la democracia.” (Firman, entre otros, José Woldenberg, Rolando Cordera, Rodolfo Echeverría, Anamari Gomís, Javier Gil, Gustavo Gordillo de Anda, Luz Elena González Escobar, Ciro Murayama, Adolfo Sánchez Rebolledo, Raúl Trejo Delarbre y Diego Valadés).
Este pronunciamiento es replicado, en nuestro diario, por reconocido especialista sociólogo, que desde mi punto de vista logra una rica síntesis: “El pragmatismo político se vuelve mágico mientras el actuar institucional de la Iglesia permanece secular y acechante” (Bernardo Barranco V, La Jornada 22/04/2013. Opinión, p.23).
Para entender cabalmente la narrativa de esta proposición analítica, hay que recordar que el ámbito propio de la política es el poder, así como el de la religión son los símbolos. Esta distinción que no es tan sólo de razón, sino de las esferas propias de competencia y de los respectivos órdenes establecidos públicamente por el Derecho Positivo, nos aclara el porqué no deben transgredirse sus respectivas fronteras.
Y la causa de fondo de esta distinción teórica y práctica reside en que, el de la Política es un suelo muy lábil o resbaloso que aporta un frágil sustento a quien ejerce el poder de hecho, es decir al político en su oficio público; dado que el fondo y la forma en la acción política se transmutan el uno en la otra, según reza la conocida frase de que: en política, la forma es fondo. Es decir, el cómo se hace un acto de autoridad determina el resultado de la acción, y lo que se hace –materia objetiva sobre la que se actúa- queda inevitablemente ligado al modo de hacerlo.
Ahondemos un poco en este significado. El poder se ejerce y ya. Pues quien lo tiene no necesita de otra mediación. Dice un popular refrán español: “quien manda, manda”. Pero, si se califica el modo de ejercerlo, decimos: es un autócrata, es un déspota, es un autoritario, es un tirano, es un dictador o bien un demócrata.
En política, cada acepción, entre éstas, tiene sentido y calidad propios, y se distinguen por la forma en que el poder es ejercido. Lo que nos permite concluir que “el modo” es el reino del símbolo, y el qué o la cosa que se hace es la materialización del acto de poder. Un árbitro expulsa a un jugador, y le basta mostrar una tarjeta roja para hacerlo, o mover enérgicamente un brazo con movimiento indicativo hacia fuera, o silbando repetida y agudamente, o pronunciando: “¡estás expulsado!”. La energía y emoción del juez es indicativa del grado de rechazo al acto transgresor, y por ello su “modulación” se hace clara e inequívoca del tipo de sanción impuesta. El presidente de la república, tocado con la banda presidencial en ceremonia pública, ostenta a plenitud los símbolos de su poder, y al destituir a un funcionario lo concretiza.
La Religión es por definición el reino de los símbolos, es cultura, es representación simbólica, es el espacio del Misterio, en tanto que potencia tremenda y fascinante a la vez, el mundo de lo maravilloso y literalmente de la magia: los símbolos vivientes, que son eficaces por su propia naturaleza. La fuerza y calidad religiosa derivan precisamente del poder del símbolo que ostenta. “El cordero de Dios” simboliza la máxima víctima sacrificial que es propiciatoria ante la divinidad; basta invocarlo para saberse cobijado y protegido con la más pura e inocente mediación ante el irresistible poder divino. El Juez tan implacable como justo se hace apacible y misericordioso ante la mediación suprema de su Hijo, el “Cordero de Dios”, a favor de un pecador arrepentido.
En gran resumen, la religión es la esfera del poder de los símbolos mientras que la política es el símbolo del poder. Y no se confunden la una con la otra. De manera que el patrimonio político de una sociedad consiste en la forma con que se constituye el poder supremo de su Estado, que se manifiesta simbólicamente en el modo de gobierno, y se modula mediante el estilo personal de gobernar; en cambio, el patrimonio religioso de esa misma sociedad está integrado por las mediaciones simbólicas, normalmente tradicionales, fundadas en creencias, valores y actitudes morales que representan el éthos de un pueblo o nación y lo traducen en su más genuino folclor. Al punto que se ha hecho ya un punto paradigmático del análisis cultural: la cultura popular es la religiosidad popular.
Por qué es sumamente importante el respeto a la laicidad del Estado, al punto de que personalidades e intelectuales destacados surjan en su defensa, se hace evidente en esa rica síntesis del analista Bernardo Barranco a la que aludí. En México, transmutar la esfera política en la religiosa y viceversa sí representa un riesgo institucional serio; dado que el pragmatismo rampante de figuras públicas, dígase gobernadores o autoridades desde lo local, dispara sus expectativas hacia lo mágico y misterioso –convirtiéndolo en el mundo de lo inefable-; en tanto que, a contrapelo, los portadores de los símbolos religiosos aterrizan su poder real en el mundo terrenal y secular, y lo hacen de manera acechante, o al modo de un avezado cazador de presas incautas o imprudentes. Dejemos, pues, que el Estado mande en la Historia, y la Iglesia represente al peregrino en su historia de retorno al Padre celestial. Pero no dejemos espacio a la riesgosa metamorfosis que permuta lo uno por lo otro, porque esto sí es auténticamente demoniaco.