Mucho se habla de la democracia como si fuera un atributo propio de los gobiernos. Nadie dice que su gobierno es autoritario o antidemocrático.
Todos, absolutamente todos los gobernantes en México se ven como impulsores del crecimiento económico de su estado. Se ven como conductores de desarrollo y modernidad. Asumen que son los actores centrales que detonan el crecimiento económico por encima de los sectores productivos. Estas virtudes reales o imaginarias, los lleva a la conclusión de que conducen mejor que cualquier otro, los destinos del estado que gobiernan.
Pero cuando se confronta un discurso político con indicadores que miden en términos comparativos y con datos duros el impacto de su desempeño, es cuando las cosas se empiezan a ver de otra manera.
Podemos medir los índices de pobreza, la escolaridad, la cobertura de servicios, la inversión, el crecimiento económico, la infraestructura en comunicación, la calidad de las vialidades, etc. Son muchos los rubros que pueden y deben ser medidos para evaluar con justeza y objetividad el desempeño de un gobernante.
Pero hay un elemento que puede ser el detonador de todos estos ejes que mueven a la sociedad la política y la economía. Pareciera un bien intangible que no puede ser sujeto de medición. Pero no es así.
Este bien se llama democracia. Aparentemente es un valor abstracto que sólo lo podemos observar cuando alguien habla de él o lo destaca, pero pocos nos damos a la tarea de medir la calidad de la democracia en el Estado en que vivimos.
Un primer indicador es alternancia. Garantizar que la competencia política no se dé de manera ficticia es un primer indicador de calidad democrática. La posibilidad de competir con proyectos, candidatos y agendas que sean presentadas a la sociedad con la garantía de equidad y respeto irrestricto a la voluntad expresada en las urnas, es un punto de arranque.
Sin embargo, la competencia política no es la única dimensión de la democracia que incide en la calidad de los gobiernos. Tendrá siempre consecuencias positivas en los gobiernos estatales. Pero siguen quedando espacios de legados autoritarios a los que no han llegado los efectos positivos de la democracia.
Existen pocos estudios sistemáticos que comparan la calidad democrática en los gobiernos estatales. Una revisión de la operación cotidiana de los gobiernos muestra que hay aún muchas áreas de funcionamiento del entramado institucional del gobierno que muestran serias deficiencias.
Otro indicador importante es la rendición de cuentas. Es la posibilidad de exigir que la autoridad dé las razones de sus decisiones que muestren haberse apegado a las disposiciones jurídicas y presupuestales que la ley le marcó.
En la vía de los hechos, en el ámbito estatal no hay mecanismos institucionales lo suficientemente sólidos que permitan una vigilancia efectiva sobre la forma en que los gobiernos ejercen su autoridad y usan los recursos públicos, ya que las instituciones dedicadas precisamente a eso, como son los organismos de fiscalización, carecen en el mejor de los casos de la capacidad necesaria para cumplir esta función.
En otras ocasiones, que es el peor de los casos, se conforma un sistema de complicidades para amedrentar y coaccionar a personajes políticos que no mantengan una actitud “disciplinada” con el gobernador en turno.
Esto da como resultado que, al saberse imperfectamente vigilados, los ejecutivos estatales pueden sobrepasar con relativa facilidad los límites legales sin tener que enfrentar un castigo por ello.
Otro espacio donde la calidad de la democracia es aún más baja en muchas entidades federativas, es el Estado de derecho y la procuración de justicia que lo desarrollaré en la siguiente semana.
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