La medicina y la historia son dos áreas que no pueden separarse por más que se pretenda hacer lo contrario. La humanidad ha estado marcada por el vínculo que tienen en la vida la salud y la enfermedad. Durante años cientos de enfermedades han marcado el rumbo de sociedades enteras, basta recordar grandes epidemias como el cólera, la peste negra, la gripe española o el misterioso caso del “sudor inglés” del que poco se sabe aún su verdadero origen, pero que hace 500 años representó un azote para los británicos.
Existen sin embargo algunas enfermedades que por sus características han sido objeto de mitos y leyendas, otras que han causado estigma en quienes las padecen y los rodean. Muchas veces esto responde a la ignorancia que se tiene sobre ellas, un ejemplo moderno bien puede ser la infección por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) que durante mucho tiempo se catalogó como exclusiva de los hombres que mantienen relaciones sexuales con hombres, creencia que perdura hasta ahora en muchos sectores conservadores de la sociedad y que está lejos de la realidad.
Como el caso anterior muchas otras patologías han sido catalogadas como un “castigo divino” por los pecados cometidos, no sólo por el afectado sino también por sus progenitores, desde la ceguera hasta las crisis convulsivas que por siglos fueron consideradas posesiones demoníacas. No es raro encontrar aún quienes tienen este tipo de creencias y prefieren ocultar sus padecimientos o incluso postergar la visita con el médico para no enterarse de que tienen dicho padecimiento o que son segregados de sus comunidades o rechazados de sus empleos por padecer alguna enfermedad.
Recuerdo que en mi época de estudiante fui a pedir empleo a una cadena de hamburguesas, ahí se me hizo llenar una solicitud y en ella se preguntaba si yo tenía algún antecedente médico, yo contesté que sí, había sido operado de tetralogía de Fallot, un padecimiento cardiaco de origen congénito, no infectocontagioso y que no me impide realizar ninguna actividad laboral. Tampoco el marcapaso que porto representaba ningún impedimento para vender o preparar hamburguesas, aun así fue motivo suficiente para no ser llamado por simple ignorancia del gerente del lugar.
Quienes más padecen este tipo de discriminación son quienes sus padecimientos están visibles, aquéllos que tienen alguna discapacidad física o que su enfermedad les ha dejado una cicatriz. Tal es el caso de la lepra, una enfermedad que desde miles de años antes de nuestra era fue causa de rechazo. Si retomamos la historia veremos que el concepto de lepra ha ido cambiando, inicialmente se referían con el término a cualquier lesión cutánea, particularmente que dejaba alguna úlcera o cicatriz. La palabra “Zara’ath” que aparece a la Biblia y que ocasionalmente se traduce como lepra, realmente significa erupción o exantema. Ya en el papiro de Ebers existían varias referencias a la misma, por lo que se piensa que tiene su origen en Egipto y que los judíos la llevaron a Palestina durante el Éxodo; por otro lado llegó del Medio Oriente a Grecia y de ahí a Europa durante la invasión de las tropas del rey Darío de Persia. Se ha señalado como otra posible fuente al ejército de Pomepeya cuando regresó a Roma en el año 62 de nuestra era.
Fueron los galos los primeros en establecer refugios para los pacientes con dicha enfermedad. La “Santa” Iglesia tomó la iniciativa con los “lazaretos”, pequeños grupos de casas miserables situadas en las afueras y lo más lejos de las ciudades a los que eran confinados los leprosos. Para el año 1200 ya habían 2 mil leprosarios sólo en Francia y unos 19 mil en toda Europa. Éstos no eran hospitales, sino simplemente lugares a los que eran condenados aquéllos que sufrieran enfermedades deformantes, ulcerosas y crónicas de la piel, siendo el diagnóstico no realizado por un médico sino por el populacho. Durante una ceremonia religiosa se les declaraba muertos como ciudadanos y se les prohibía casarse, además de que deberían vestir ropa especial y avisar su presencia tocando una matraca o campana, conocida como “campana de Lázaro”.
La presencia de la lepra creció en Europa al poder de la Iglesia católica romana y alcanzó su máximo desarrollo en el siglo XV, a partir de ahí empezó a disminuir de forma más o menos dramática hasta casi desaparecer a principios de este siglo. Dos fenómenos históricos están vinculados a este hecho, la ruptura de la hegemonía de la autoridad civil de la Iglesia católica tras la Reforma y el surgimiento del protestantismo, y la epidemia de sífilis que asoló a Europa por el año 1500. Steinbock sugiere que ninguno de estos dos eventos coinciden con la disminución de la lepra y que fue simplemente el hecho de que los médicos aprendieron a distinguir entre la lepra y la sífilis (antes catalogada en este padecimiento). Otros expertos concluyen que la sífilis fue un padecimiento nuevo en dicha época gracias a estudios antropológicos y valorando las lesiones óseas características de ambas enfermedades.
Sea cual sea el caso, cabe señalar que aun en nuestra época los pacientes con lepra son vistos con repudio y miedo al contagio cuando se trata de una patología que si bien infecciosa no es transmisible entre seres humanos. Es así que podemos ver cómo la ignorancia y el culto religioso pueden marcar de por vida y para mal, el rumbo que toma la vida no sólo de un individuo, sino de toda la sociedad. Es necesario romper mitos, educar y dejar de lado la estigmatización cultural y religiosa.
Puede contactarme en:
Twitter: @medtropoli | E-mail: [email protected]