Los avances que las sociedades contemporáneas han logrado en el plano de las libertades, de la instrucción así como en el ámbito de las comunicaciones y la información, han contribuido a disminuir la influencia de los intelectuales, esa élite de profesionales dedicados al estudio y a la reflexión crítica de la realidad, que a lo largo de los últimos siglos ha ejercido el importante papel de conciencia moral.
Si bien como concepto aparece en la Francia decimonónica – en el marco del célebre caso Dreyfs – se debate sobre la presencia de los intelectuales en las sociedades de los siglos previos. No obstante que algunos autores los identifican desde la Grecia Clásica, la mayoría coincide en que surgen a finales del siglo XVIII, con los movimientos de emancipación de las sociedades europeas de los regímenes monárquicos.
El prestigio del intelectual ha respondido a una lógica de poder en sociedades en las que las que el conocimiento había estado concentrado en sectores sociales privilegiados, vis-à-vis, una mayoría, sujeta a la influencia de las capas ilustradas. La tradición del intelectual también está asociada a la cultura latina, en especial a la francesa, en cuyo contexto han surgido muchos de sus más destacados representantes: Zola, Balzac, Sartre, Camus, Foucault, Aron, Althusser, por citar algunos. Si bien, en otras naciones han también aparecido, como en Reino Unido (de Lord Byron a Anthony Giddens, pasando por Bertrand Russell), e incluso en Estados Unidos (basta recordar la influencia que en la generación del 68 tuvieron aquellos grandes pensadores de la Escuela de Frankfurt como Erich Fromm, Herbert Marcuse y Theodor Adorno) estos no han tenido el peso ni la dimensión que alcanzaron en Francia.
La coherencia del intelectual, o la expresión práctica de sus posturas, ha sido un tema de debate recurrente. El intelectual comprometido ha estado presente en muchas sociedades (tal vez uno de los que mejor ha encarnado esta categoría fue Malraux); su presencia evoca además un periodo preciso de la historia occidental: la década de los setenta del siglo pasado. Una época turbulenta en América Latina (conflicto en Centroamérica, y regímenes militares en el Cono Sur) así como en otras regiones (Medio Oriente e incluso en Europa con la Grecia de los Coroneles y las transiciones democráticas de España y Portugal) además de numerosos conflictos enmarcados en la confrontación Este-Oeste. Situaciones que demandaban la asunción de posiciones y en las que muchas veces el intelectual confrontaba al poder, al status quo, lo que motivó el exilio, la cárcel, e incluso a la muerte, a destacados pensadores en diversas latitudes.
En su obra Los intelectuales y la organización de la cultura, Gramsci, el gran teórico marxista, otorga una categoría a este grupo, que si bien desvinculado del trabajo productivo, cumple una función clave en la transformación social, que contrasta con la labor de otro grupo de intelectuales, a los que denomina orgánicos, o en el poder. Gramsci retiene que no hay actividad humana que pueda prescindir del quehacer intelectual, “no se puede separar el homo faber del homo sapiens”, precisa. Si bien defiende que todos los hombres son intelectuales, reconoce que no todos cumplen la función de intelectual en la sociedad.
Las nuevas tecnologías y, en especial Internet, han contribuido a democratizar el acceso a la cultura y el saber. La emergencia de conceptos como sociedad de la información y sociedad del conocimiento ponen de manifiesto la importancia que estos campos tienen actualmente como ejes transformadores de la sociedad. Hoy, no existe más el dominio de las ideas o de la palabra; cualquier persona, desde cualquier sitio, puede obtener un inmenso acerbo de material y herramientas de conocimiento que antes estaban reservados a expertos o profesionales.
Por otra parte, como se señala antes, el contexto en el que los intelectuales alcanzaron su mayor auge, estuvo caracterizado por una polarización político-ideológica en Occidente, lo cual tampoco existe más. En general, el panorama político actual – para algunos dominado por el fin de las ideologías – está exento de posiciones extremistas, muchas veces incluso las diferencias entre partidos políticos antagónicos es sólo de matiz en temas como el económico. Otros estudiosos valoran este fenómeno como una expresión de la crisis del pensamiento occidental o como el fracaso de la democracia liberal.
Esta serie de condicionantes ha provocado, si no la desaparición, sí el declive de los intelectuales, de esos hombres de vanguardia, gestadores de ideas y de cambios. Parece que los grandes pensadores se han extinguido, por lo menos en su acepción tradicional; el contexto actual, caracterizado por la complejidad y especialización del conocimiento, no les brinda espacio adecuado para su desarrollo.
Indudablemente que existen, y seguramente seguirán surgiendo en el futuro, pensadores que influyan en la sociedad de su tiempo, aunque con una perspectiva diferente y un ámbito de influencia más acotado, sin alcanzar las dimensiones que en su época tuvo Sartre. Basta recordar al francés Stéphane Hessel, que escribió el panfleto Indignaos, que ha sido la inspiración de los movimientos homónimos que recientemente han surgido en diversos países.
Berna, Suiza, abril de 2012.