Hace unos días escuché una conferencia de Slavoj Zizek, donde el último de los filósofos comunistas recomendaba poner de cabeza la onceava tesis de Feuerbach que Karl Marx escribió en 1845. Si para Marx “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”, Zizek nos dice que lo que nuestros tiempos demandan es lo inverso: pensar, interpretar de nuevo el mundo.
El imperativo proviene no sólo de que la mayor parte de los intentos de transformar el mundo han fracasado, sino también del hecho de que las interpretaciones que guiaron tales intentos de transformación se revelaron equívocas y ya han caducado: no nos permiten pensar nuestro tiempo. La confusión y ofuscación de nuestros días se debe tanto al impacto de la crisis como a la extrema escasez de ideas, de interpretaciones.
Curiosamente no imaginé como interlocutores naturales de las palabras de Zizek a un grupo de filósofos revolucionarios, sino a un gremio que, por lo general, se encuentra plácidamente acomodado en su conservadurismo y oportunismo: los economistas. De inmediato, sin embargo, recordé que los economistas tienen una fuerte aversión al cambio y suelen tener una imagen muy indulgente sobre sí mismos.
No sólo proclaman con orgullo, en ocasiones con soberbia, que su disciplina es una ciencia, que el conocimiento que generan posee un estatus científico similar al que tiene los descubrimientos de los físicos, biólogos, químicos, neurólogos, paleontólogos y otros pocos gremios, sino que también se sienten portadores del derecho a reclamar, y con vehemencia, una atención o acatamiento a sus dogmas, recetas o consejos que no se encuentra, al menos de manera tan fácil, entre quienes cultivan otras disciplinas.
Hay, entonces, pocos incentivos para que los economistas atiendan con humildad la vigorosa proclama de Zizek.
Y, sin embargo, pocas profesionales pueden mostrar una carta de servicio tan mediocre y fallida como la que en los últimos años los economistas han presentado. La crisis que estalló en 2008, y que sigue presente en buena parte del mundo desarrollado y en desarrollo, supuso no sólo una severa contracción en los mercados, sino también una muy sensible caída en la respetabilidad y credibilidad de la economía como disciplina y de los economistas como profesionales…y profetas.
Ello se debió, creo, a varias razones. Apunto una. Creo que el ciudadano de a pie ha advertido, gracias a la crisis, cuán nocivo puede resultar para todos, el excesivo apego que muestran los economistas a sus propios dogmas y el entusiasmo con que muchos hacedores de políticas públicas los hacen propios.
Baste un ejemplo. Uno de los más firmes dogmas de los años de precrisis establecía, justamente, que las crisis económicas sencillamente no ocurrirían más. Se proclamaba, como parte de los tiempos nuevos, que el funcionamiento libre del mercado junto con una mayor integración y diversificación económica, significaba el fin de la era de la inestabilidad o volatilidad macroeconómica, y que la recurrencia misma de los ciclos económicos estaba históricamente cancelada.
De acuerdo a este atractivo dogma, las eventuales contracciones del mercado serían breves y de baja intensidad ya que los mecanismos de ajuste del mercado operarían de forma óptima en parte porque no enfrentarían interferencias del Estado y, en parte porque se esperaba que un mayor grado de diversificación e integración de los mercados libres pondría en marcha, por sí mismo, procesos de compensación micro y macroeconómicos, que hacen que los márgenes de volatilidad agregada (aggregate volatility) sean cada vez menores.
La crisis, desde luego, mostró lo errado de estos dos supuestos. Por un lado porque, según se vio, los mecanismos de ajuste del mercado no fueron –ni son- suficientes en sí mismos, sobre todo cuando operan en un contexto de excesivo relajamiento en la regulación institucional. Por otro lado, porque permitió ver que un mayor nivel de integración entre los diferentes mercados puede significar también un mayor grado de vulnerabilidad compartida es decir que, como fue el caso, que la integración antes que ser un enérgico antídoto contra la recesión económica, puede, también ser un mecanismo altamente eficaz de transmisión de ésta.
Existen, desde luego, otros dogmas muy arraigados entre los economistas y que el advenimiento de la crisis puso en suspenso -anoto dos: el que establece una identidad espuria entre mercados libres y mercados sin regulación o aquel otro según el cual la racionalidad económica de las personas es mayor conforme más alto su nivel de ingresos- pero todos apuntan hacia una misma dirección: en economía, como en otras áreas de la vida social, contar con dogmas, por más atractivos que sean, no es lo mismo que contar con buenas ideas y el disponer de recetas económicas –derivadas de esos mismos dogmas- no equivale tampoco a contar con buenas políticas de desarrollo. Más aún: para contar con buenas ideas y buenas políticas públicas parece del todo aconsejable guardar las mayores distancias posibles con los dogmas.
En este sentido, la crisis económica ha sido, a su vez, una crisis para la economía como disciplina. Ello no sólo porque los economistas no pudieron prever el advenimiento de la crisis –y no olvidemos que el riguroso anticipo de lo porvenir es una de las características básicas del quehacer científico-, ni porque la aparición misma de la crisis debe mucho a la vigencia de no pocos de los dogmas que los economistas han construido en los últimos años y a los cuales se aferran con un fervor cercano al delirio, sino, sobre todo, porque la crisis ha sido una severa llamada de atención en cuanto ha mostrado cuán urgente y profunda es la necesidad que tienen los economistas de llevar su disciplina más allá de lo que sus dogmas.
Ciertamente, sería una lástima que las posibilidades de encontrar una salida virtuosa a la crisis y las posibilidades mismas de transitar hacia un cambio económico serio, se viesen limitadas por el peso muerto de los dogmas y la consecuente pobreza de ideas. Sobre todo, porque, a pesar de su profundidad y alto costo social y político, la crisis no señala, ni por asomo, el final del capitalismo y de la economía de mercado. En el mejor de los casos lo que la crisis sí puede ayudar a precipitar es la emergencia de una nueva manera de entender tanto el funcionamiento de las economías como del balance, el punto de equilibrio, que debe darse entre la dinámica de creación de riqueza (el mercado) y las formas de distribuir tal riqueza (el Estado).
De ahí, en fin, que una de las grandes tareas de los economistas de hoy es abandonar dogmas y generar ideas –junto con las instituciones y políticas públicas- que, además de reconducir a la economía en la senda del crecimiento, ayuden a repensar su funcionamiento bajo modalidades más equitativas y sustentables. La crisis les ha dado esta inesperada oportunidad a los economistas –aunque no sólo a ellos- para que vuelvan a estar a la altura de las exigencias de su tiempo.