Permítaseme comenzar citando parte del editorial que publicó en su edición de este lunes 11 de marzo, el periódico de Saltillo (Coahuila), El Zócalo: “En virtud de que no existen garantías ni seguridad para el ejercicio pleno del periodismo, el Consejo Editorial de los periódicos Zócalo decidió, a partir de esta fecha, abstenerse de publicar toda información relacionada con el crimen organizado… [Esta] decisión se fundamenta en nuestra responsabilidad de velar por la integridad y seguridad de más de mil trabajadores, sus familias y la nuestra. Hacemos votos porque la auténtica paz reine pronto en nuestra querida patria.”
Desafortunadamente, El Zócalo, esta vez, no se refiere a un hecho insólito en el país. Nos habla de algo que sabíamos desde hace algunos años: en México el periodismo es una profesión insegura, extremadamente vulnerable a los caprichos o designios de grupos de criminales.
Hay aquí, desde luego, una muy triste e inesperada paradoja: conforme la edificación de nuestra democracia fue reconquistando y ampliando los márgenes de libertad para la prensa y el oficio mismo fue ejerciéndose con mayores estándares de calidad y veracidad, el periodismo, sobre todo el de investigación, se convirtió en una actividad de alto riesgo. Y, en efecto, las mayores amenazas, sobornos e intimidaciones al alguna vez llamado Cuarto Poder no provienen ahora ni de los oscuros corredores de los otros Tres Poderes, ni de los refulgentes despachos de las empresas privadas usuarias de la publicidad, sino de un Quinto Poder: el crimen organizado. Hoy el mayor peligro a la independencia e integridad física de los periodistas es la contundencia que muestran las agresiones de ese novísimo poder fáctico.
Este Quinto Poder no conoce, desde luego, de sutilezas: la efectividad de su cabildeo deriva del uso del más extremo y eficaz instrumento para ejercer la censura o influir en la línea editorial de la prensa: el asesinato, el secuestro, la desaparición. Los recientes atentados de que han sido víctimas periodistas y casas editoras en el norte del país son actos reincidentes, actos que premeditadamente refrendan esta voluntad intimidatoria que anima ya desde hace varios años al Quinto Poder. En los últimos 12 años, ello ha significado el asesinato de 72 periodistas y la desaparición de al menos 13 más.
Pese a la creciente intensidad de estos riesgos, sigue siendo muy poco claro lo que puede hacerse para disminuir estos riesgos para que, en el mejor de los casos, adquieran proporciones, digámoslo de algún modo, manejables, ya que no tolerables.
En este sentido, acaso, lo primero que debe reconocerse es que, como la política, la seguridad es, ante todo, un asunto local. Y los delitos contra la prensa y los periodistas muestran patentemente esta dimensión local. No existe de parte de los grupos del crimen organizado algo que pudiese ser visto como una suerte de “política de intimidación” de alcance nacional, ni se ha atentando de manera especial ni de modo directo a aquellos medios o periodistas que tienen cobertura nacional. Se ha tratado de intimidar e incidir en el ánimo de periodistas y medios cuyo rango de influencia, por su trabajo de investigación y por su labor editorial, es estrictamente local o, a lo más, regional. La mayor parte de las víctimas ha sido aportada por los medios locales, medios que trabajan “tierra adentro”: Torreón, Chihuahua, Ciudad Juárez, Saltillo, Coahuila, Tamaulipas, Veracruz, por mencionar los casos más visibles.
Esta dimensión local de las agresiones a la prensa no es fortunita. En muchos sentidos forma parte de las disputas por el control territorial –local, regional- que enfrenta entre sí a los diversos grupos criminales, como de los enfrentamientos entre éstos y las autoridades municipales y estatales.
Así, las razones para esta intimidación sistemática contra la prensa pueden ser muchas. Se intimida para evitar el ser denunciados o exhibidos (y, en consecuencia, para mantener o ampliar los márgenes de operación locales y regionales); para enviar mensajes o advertencias a los grupos rivales o las autoridades (y, en consecuencia, para mantener o ampliar la capacidad de interlocución con tirios y troyanos); para castigar lo que consideran indiscreciones, filtraciones indeseadas o incluso traiciones (y, en consecuencia, para mantener o ampliar la credibilidad de la voluntad y capacidad punitiva a nivel local); para gozar de impunidad social (y, en consecuencia, para mantener o ampliar el reconocimiento social del que gozan algunos de sus integrantes). Se intimida, en fin, porque se estima necesario para mantener (o alterar) el equilibrio de poder prevaleciente a nivel local entre los grupos del crimen organizado. Ello, por cierto, no deja de representar una suerte de curioso, aunque funesto, tributo que el Quinto Poder hace al Cuarto Poder: si su trabajo ni importase, no habría razón para ocuparse de él.
Dada esta dimensión eminentemente local de la intimidación a la prensa, la respuesta más adecuada parece ser, también de manera especial, de carácter local. Más allá de lo que pueda esperarse y exigirse a las autoridades federales, en realidad corresponde a las autoridades locales (municipales y estatales, del poder legislativo, ejecutivo y judicial), a los medios locales (los empresarios del sector, los editores y periodistas) y a los propios ciudadanos avecinados en estas localidades (los lectores, el público, los usuarios, como quiera llamárseles), el encontrar los medios más eficaces para proteger y fortalecer el libre ejercicio de la prensa y, en primerísimo lugar, la integridad física de los periodistas.
¿Qué hacer? La pregunta, desde luego, no admite respuestas sencillas. Resultaría extremadamente útil, por ejemplo, que se mejoraran sensiblemente las políticas de seguridad y administración de justicia misma. Es claro que, por ahora, la primera no ha garantizado la integridad de los periodistas, ni la segunda ha impedido la impunidad de los agresores, que es uno de sus incentivos más sólidos para seguir delinquiendo.
La ciudadanía podría, a su vez, ser mucho más exigente con las autoridades en cuanto al desempeño en estas materias, pero también podría ser importante el contar con instancias de participación civil –centros de observación y monitoreo de las actividades de la prensa, redes de protección, iniciativas de apoyo económico a las familias de los periodistas asesinados o desaparecidos, etcétera-. Los medios, por su parte, podrían empezar por elevar las condiciones de seguridad y profesionalización de sus reporteros y periodistas. Los propios editores y periodistas podrían, a su vez, afinar su propio trabajo editorial y de investigación de modo tal que, evitando todo lo posible la autocensura, se puedan identificar y evaluar los riesgos más eminentes.
En todo caso, lo que es ineludible es que los actores locales manifiesten en los hechos un compromiso muy firme para que los periodistas y casas editoras realicen su trabajo en condiciones de mayor seguridad. Este compromiso obedece a la más elemental solidaridad hacia los periodistas, pero también, como muestra el caso de El Zócalo de Coahuila, de un agudo sentido de supervivencia democrática. Cada chantaje, desaparición o asesinato contra un periodista es también una amenaza a la democracia de la localidad: confina los derechos de informar y ser informados al cálculo, intereses y pulsaciones psicópatas de grupos ilegales e ilegítimos, al tiempo que evita que la deliberación pública de los asuntos públicos tenga lugar sin el temor de parecer fatídicamente incómodos a estos mismos grupos.