Por eso estoy hablando con usted. Usted es una de esas raras personas que son capaces de separar sus observaciones de sus prejuicios. Usted ve lo que es, mientras que la mayor parte de la gente ve lo que espera ver.
John Steinbeck
En muchas ocasiones nos llenamos de una serie de clichés y prejuicios que nos inducen a pensar, actuar o vivir convencidos de que las cosas siempre tienen que ser de una manera, así que cuando los pronósticos fallan y las cosas no son como lo habíamos preconcebido, la situación nos dejan un tanto desconcertados. Según el Diccionario de la Academia Española, un prejuicio es una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”, por otro lado, define cliché como un “lugar común, idea o expresión demasiado repetida o formulada”.
Algo de eso experimenté esta semana en que tuve la necesidad de solicitar el servicio de dos dependencias, una de gobierno y otra privada. En una de ellas, me pasé varios días intentando contactar telefónicamente con la persona que la dirige, sin lograrlo jamás, porque en las contadas ocasiones que alguien contestó el teléfono, el mensaje siempre era el mismo, está en una junta; y a pesar de que dejé mi número telefónico para que me devolvieran la llamada, en cuanto se acabara esa reunión eterna, eso nunca ocurrió.
Uno de los días decidí ser optimista y no darme por vencida, llamé por casi una hora sin que nadie descolgara el teléfono, hasta que finalmente una chica contestó un “bueno” lacónico, que reflejaba cierto fastidio e incomodidad. De nada sirvió mi explicación y la urgencia que manifesté por contactar con la autoridad máxima, me cortó diciendo que ella no era de esa área y que sólo pasaba por ahí. El final de esta historia es que nunca hablé con quien dirige la institución y tampoco pudieron resolver mi asunto, dejándome frustrada y muy decepcionada.
La otra historia es similar porque también quería tratar un asunto parecido, con la diferencia de que una secretaria amable y educada contestó el teléfono enseguida, al mismo tiempo que identificaban el área a la que yo estaba llamando; por si fuera poco, me recibieron ese mismo día, y me trataron de una manera cordial y muy profesional. El final de la historia es que mi asunto estuvo resuelto en un día, además de que me hicieron sentir muy bien y salí satisfecha por el maravilloso servicio recibido.
Seguramente la imagen mental de cada una de las instituciones, a las que aludo en estas dos historias, identifica a la de gobierno como la del mal trato y de excelencia a la privada; ahí es donde afloran los famosos prejuicios de los que nos hemos ido proveyendo a lo largo de la vida; sin embargo no fue así. La atención de servicio afable y eficiente era la de gobierno, concretamente el Instituto de Educación de Aguascalientes (IEA) en el área de Educación Superior; y la que ofreció una mala atención, además de demostrar su ineficacia en la resolución de un asunto sencillo fue la de un colegio privado, en cuya misión aparecen, entre otras cosas, que forman en valores y habilidades necesarias para que influyan positivamente en la sociedad. Yo me pregunto si las autoridades y administrativos también estarán incluidos en esa formación.
Tengo que reconocer que mi sorpresa en ambos casos fue mayúscula, porque siempre he tenido la idea –prejuicio- de que tratándose del gobierno y de la burocracia: “las cosas de palacio iban despacio”, mientras que por otro lado, tenía la certeza de que en la iniciativa privada la formación que se les da a los empleados era tan atinada que el espíritu de servicio afloraba por doquier, en especial tratándose de un centro educativo. En ambos casos me equivoqué. “Cosas veredes, Sancho, que farán fablar las piedras”.
Por cierto, y hablando de clichés, la frase que acabo de mencionar y que todos decimos que es del Quijote, no tiene nada que ver con la obra de Miguel de Cervantes Saavedra. La frase en cuestión es una distorsión de un verso del Poema de Mío Cid: “Cosas tenedes, el Cid, que farán fablar las piedras”. Lo mismo ocurre con la expresión: “Si los perros ladran, Sancho, señal de que cabalgamos”, que tampoco es del Quijote, aunque con esta frase no está tan claro el autor ya que algunos se la atribuyen a Rubén Darío, otros a Unamuno y algunos más unos versos de Goethe. Son frases hechas que todos repetimos, aclarando que pertenecen al Quijote sin dudarlo siquiera. Esto es un simple ejemplo de cómo nos aferramos a los clichés.
Lo mismo se puede decir de las expresiones que etiquetan a las personas, a las instituciones o las ideologías. Se suelen emitir, compartir y hasta defender, en la mayoría de los casos, sin que nadie se cerciore de su veracidad. Tanto los clichés como los prejuicios convierten la mente en un recipiente cerrado y hermético, que sólo ve lo que quiere ver, que no acepta nada que no se ajuste a sus conceptos previamente establecidos y que sólo emite pensamientos encapsulados y rígidos. Bien decía Aldous Huxley: “Hacia donde miremos, encontraremos que los verdaderos obstáculos para la paz son la voluntad y los sentimientos de los hombres, las convicciones humanas, los prejuicios y las opiniones”.
Twitter: @petrallamas