La verdad es lo más inestable. Explicaciones sobre la naturaleza de lo existente, su comportamiento y sus efectos constantemente expiran mientras sus correcciones ocupan el sitio vacante. Es así como una de las causas de la precariedad de nuestras afirmaciones proviene del proceso mismo del conocimiento: toda certidumbre presenta capacidad de dominio en una esfera intelectual o en algún nivel de la realidad, pero siempre se fuerza a navegar por la complejidad de lo real y dialogar con las excepciones, así como a ser vulnerada por la no-linealidad de las reacciones que presentan los fenómenos físicos y sociales.
Una vez que logramos formular verdades simples, éstas tienen la posibilidad de conjugarse con otras. A eso llamamos paradigmas, que son susceptibles de reagrupación en el tiempo. También ellos acumulan crisis, de modo que una vez que sus fracturas los tornan inoperantes, colapsan. El arte de las ciencias sociales consiste en pulir la sensibilidad y refinar el análisis -cercar datos, distinguir variables, seguir noticias, encadenar teorías- para ensamblar las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Esta circunvolución es importante porque el tema lo amerita. Para pensar en el mundo es útil establecer los alcances de nuestro conocimiento y de paso, perfilar las características del abordaje, pues la gama de opciones disciplinarias es extensa.
Vivimos una serie de situaciones que exigen una reflexión mínima para potenciar ideas y movilizar energías. Europa sufre por etapas el modelo económico pro banquero aplicado de forma ortodoxa. Esas naciones presentan un déficit en la relación ingreso-gasto que se remedia eliminando las ventajas del estado de bienestar o aumentando los impuestos para robustecer el disponible proveniente de la recaudación. Una generación de las más preparadas en España no tiene nada y la desesperación se propaga. El buen vivir ardió en Almassora: “me lo habéis quitado todo” dijo antes de arder a lo bonzo una mujer con tres hijos a su cargo, que no pudo refinanciar una deuda. Así, el primer tema de fondo es que las sociedades occidentales se fundan en un sistema meritorio que fracasó. La persona más rica del mundo, Carlos Slim, no posee esa fortuna gracias a un invento, descubrimiento o aportación para la humanidad, sino por su relación con el poder, que ofrece tratos y negocios. Casos como el suyo se multiplican en todo el mundo. Por otro lado, quienes siguieron las tablas de la ley a pie puntillas para lograr capilaridad social -ya no digamos para realizar su plan constructivo íntimo, que es realizarse humanamente- no han logrado alcanzar sus expectativas.
El segundo tema a revisar son esas expectativas. Vivimos en sociedades cuya función es administrarlas: la bolsa de valores (económicamente), un nuevo gobierno (políticamente) y los mass media (socialmente) generan, inoculan y mantienen expectativas que establecen los alineamientos de las relaciones sociales, configuran identidades y disponen las reglas del juego. Decisiones de un gobierno afectan profundamente las transacciones económicas (pensemos en la fuga de capitales en un país que atraviesa un momento crítico) e igualmente, movimientos en las tendencias macroeconómicas -que en gran parte dependen de meros cálculos sobre el futuro- pueden generar efectos avalancha, en acuerdo a la generación de un clima de opinión en la sociedad.
A nivel subjetivo, el fenómeno se expresa en las perspectivas que tenemos respecto a lo que nos aguarda, que son las que organizan nuestras emociones movilizadoras: nos levantamos temprano, sacrificamos tiempo de goce y hasta salud para lograr algo. Ése es el motor de nuestro comportamiento. Lo importante es darse cuenta de que eso que anhelamos no siempre viene de lo recóndito de nuestro fuero interno, sino mediante una serie de mensajes culturales en códigos de orden simbólico, que son activadores de un proceso de mutación de un ser para sí a una máquina deseante. La pregunta que debemos hacernos es: ¿realmente necesitamos lo que deseamos?
El tercer elemento para reflexionar es por tanto la ideología, que podemos entender como una falsa conciencia: aceptar la versión de la realidad suministrada por el poder. La legitimidad de un régimen procede la mayor parte del tiempo de la capacidad que tiene el Estado para dominar voluntades más que de su facultad para castigar cuerpos. Hostiga, amenaza, encarcela y asesina opositores, pero con mayorías al margen. Ante Estados injustos o ilegítimos que exterminan toda rebelión auténtica, debemos poner atención en cuáles mecanismos mentales y sociales del poder (promoción del miedo, la indiferencia, la desinformación o la apatía del mal) se excitan para alcanzar el equilibrio que solicita ese sistema perverso. La pregunta no es por qué alguien es reprimido al oponerse a una injusticia, sino cuáles dispositivos mantienen al resto como observadores, si comparten el principio al que se apela. Así pues, lo que se opone a vivir en la ideología -si no creyéndola, soportándola- es un proceso de maduración de la conciencia crítica, que se decanta en implicar lo que nos implica, que es una tensión permanente para determinar lo que nos determina. Y es que además del poder formal, hay poderes fácticos. Si el Estado no les pone límites, desde nuestras sociedades debemos hacerlo.
Nos acercamos hacia un punto de bifurcación en donde elegiremos colectivamente el futuro común. Defenestrar presidentes ilegítimos, ver arder bancos y usar La Mona Lisa de mantel son imágenes que colman la impaciencia de sufrir una penuria sin ventanas, pero sólo invierten lo absurdo, sin superarlo. El atractivo de profanar ídolos es antiguo y embriagador, pero el riesgo es que tras la catarsis, se reorganice la lógica de la dominación bajo un nuevo escenario. Debe morir el mundo de ellos sin nosotros, para que no deba morir el mundo de ellos o el de nosotros.