Una vez abandonadas las dulces mieles de la niñez, donde todo era, si no de color de rosa sí de un espectro cálido, seguro y más o menos reconfortante, se pasa de manera súbita a la amargura, acidez y, en general, a ese cierto sabor inefable de la adolescencia que recuerda a las paletas de hielo que venden afuera de las escuelas –¿dulces?, ¿saladas?, ¿agrias?–. El trance, como sabemos, no es poca cosa. El cambio, como en ningún otro momento en la vida, cae como un balde de agua fría a las tres de la mañana: despertador, refrescante, desquiciante. De ahí en adelante, nos enteramos en el acto, el camino tomará distintos derroteros, quién sabe cuáles, vamos solos, quién sabe por qué, y aquí y allá nos cobrarán peaje, quién sabe cuánto. No más viajes placenteros como polizonte VIP desde el asiento trasero.
Además de la palabra vergüenza que hace eclosión y se pega en todo el cuerpo como aceite delator e ignominioso, que la educación católica exacerba y eleva hasta niveles, justamente, religiosos, otras dos palabras hacen aparición triunfal y musical como en show de Broadway. Dos showgirls, Identidad y Autonomía, descienden grácilmente sobre el escenario con ropas diminutas y tocados despampanantes y se aseguran sin grandes esfuerzos de que el público, ya embobado para ese momento, clave los ojos en ellas y extienda las manos como niño que busca teta. Se nos invita a subir al escenario a intentar un malabar, quizá, una payasada, un lance, pero sin tocar, no todavía. Ya estamos ahí. Estamos cada vez más cerca, parece que viene un roce de manos, quizá hasta un beso, el panorama pinta excelente: el yo, lienzo crudo recién descubierto, y ellas, hermosas, coquetas, seductoras, ¡un trío!, caemos en la cuenta, ¡un trío!, nos repetimos incrédulos, ¡qué más se puede pedir al iniciar la adolescencia! Estamos listos, nuestra mirada se aguza, nuestros brazos se alargan y a las puntas de los dedos, la vanguardia, inquietas como pólvora, no les cabe el corazón. Ya casi llegamos, ya casi.
De pronto sentimos el fuerte tirón de cabello o de orejas que nos jala hacia atrás y que nos impide alcanzar los pimpollos que teníamos enfrente. Nunca estuvimos tan cerca, nunca más lo estaremos. De ahí en adelante todo es cuesta abajo hasta que nos pare en seco la sepultura. Adolescentes a medias, adultos a medias, nunca uno u otro de manera franca y plena, siempre ambos, siempre a medio gas. Ahora la cuestión es aprender cuándo ponerse el traje excéntrico, cuándo el céntrico. Mamás, papás, hermanos, maestros, jefes, dirigentes, presidentes, gobernantes, todos paternalistas, todos adolescentistas. Si la adolescencia es una época de cambios, el mexicano decidió instalarse ahí permanentemente y nunca cambiar. Como Bryan Adams, puede ser un adolescente eterno. Si la adultez es una época en la que se llega a la maduración, el mexicano la prolonga hasta la acrimonia o la insipidez. Como un vino cabezón, no aguanta la guarda. A caballo sobre el gozne de su crecimiento, a veces espuelea con la pierna adolescente, a veces con la adulta. Los dos roles le son cómodos: a veces es un padre controlador y regañón, a veces un adolescente socarrón y remolón. Autoritario en ambos papeles, manda con paternalismo arbitrario, sentimentalista y salpicado de chistosadas, obedece con adolescentismo narcisista, a regañadientes, de efervescencia emocional y autoafirmación permanente. Si entre sus planes próximos está adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos que, espero, lo preparen para los absolutismos de la fauna nacional.
Primer paso: prepare a su mexicano para el trato que recibirá toda la vida de papá gobierno. El ejemplo más claro y logrado de paternalismo en México es el Estado en su conjunto –personas, instituciones, normas–. El Estado, pues, no considera al mexicano como un individuo autónomo sino como un ente biológico profundamente incapaz e inepto que no puede tomar decisiones por sí solo pero sí emitir un voto por éste o aquel candidato y ya. En la práctica, pues, al mexicano se le estimula para que vote así o asá y se toman las decisiones correctas por él respecto a casi todos los ámbitos: cuerpo, salud, educación, tránsito vehicular, convivencia social, ocio, entretenimiento, etcétera.
Segundo paso: prepárese para lidiar con su mexicano como un adolescente ciudadano toda la vida. Producto del punto anterior, el tipo de ciudadanos que produce un Estado paternalista es el de rabietas y pataletas, en el mejor de los casos, o el de revolucionarios torpes o paranoicos conspiracionistas, en el peor. Los primeros harán berrinches hasta por la norma más elemental porque sentirán que su libertad conchuda se ve mellada, los segundos tendrán largas charlas panfletarias de café sobre planes guerrilleros, los terceros negarán a toda costa que en el mundo, natural y humano, existe la contingencia y el azar y creerán ciegamente en que todo acontece por necesidad absoluta, por la acción de un Master of Puppets, un Dios, pues, pero que sustituyen con la imagen de algún personaje oscuro, un Burns local o los judíos de Hollywood o de Wall Street, por ejemplo. Nota: no se preocupe, los tres tipos son absolutamente inofensivos, pues nunca hacen nada.
Tercer paso: en el espacio privado, como podrá imaginar, el diálogo y el consenso no tienen cabida, la recomendación ante semejantes papelones de su mexicano es que le aplique castigos, no son garantía, pero vale la pena intentarlo. Cualquier correctivo medieval o santoinquisidor es bienvenido por su efectividad, también la clásica retórica de la chancla sigue siendo altamente persuasiva, eche a volar su imaginación, piense como verdugo, dese ese retorcido gusto; solamente, por su extrema crueldad y sus resultados impredecibles, no es recomendable llevarlo a conciertos de rock cristiano, eso lo volvería un zombi agachón o un sádico memorable.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano germina? Sí. ¿El mexicano madura? No. ¿El mexicano retoña? Depende.