La rebelión a contrapelo / Anatomía del Poder - LJA Aguascalientes
25/11/2024

 

Yo crecí en León Guanajuato, que es la ciudad donde se concentra la reserva de moralina más grande de México. Si bien acepto que ese título es férreamente disputado por diversos municipios del bajío -que son bastante competitivos en la materia- puedo asegurar que esta ciudad es un ejemplo paradigmático de las contradicciones propias de sociedades coloniales, que bien podrán ver perfilado su rostro en la siguiente descripción.

Toda sociedad colonial es producto de una conquista violenta que determina cuatro grandes regiones de la vida, operada por sus correspondientes modalidades de control: la dominación política (con instituciones que definen las pautas de acceso al poder y su ejercicio), la dominación social (étnica, de género y sexual), la dominación económica (definición de las relaciones sociales de producción, explotación de los recursos naturales y de la tierra) y la dominación epistemológica (determinación de lo científico, del conocimiento y la subjetividad). Se dicta así un código para ejercer el poder, que postula una supuesta supremacía del hombre sobre la mujer, del criollo sobre el indígena y del señor respecto al siervo; se establecen formas de acceso a la propiedad en favor de ciertos grupos, además de inaugurar las pautas del pensamiento válido e inválido. Para apuntalar y conservar esas fórmulas, se utiliza la violencia en todas sus instancias y variedades, desde la censura pedagógica del niño hasta la represión física para el opositor político. La lógica colonial siempre articula dispositivos mentales e institucionales de poder, que actúan sobre la realidad externa e interna de cada individuo, quien debe optar por alinearse a la uniformación disciplinaria o impugnarla a cada paso. La regla del poder colonial es entonces premiar la subordinación y castigar ejemplarmente la rebeldía. Vivir a contracorriente en esas sociedades implica exponerse a la marginación y la represión, pero pontificadas por la aprobación general de un colectivo que reproduce el código-fuente de una fractura producida por la experiencia colonial.

Estas sociedades son profundamente contradictorias. Aparentemente hipócritas, postulan una moral que transgreden continuamente. El origen de sus crisis pasa por una estructuración de las relaciones sociales donde se contraponen principios y prácticas, generando un consenso informal que produce situaciones incongruentes. Por ejemplo, en el Estado de Guanajuato se penaliza el aborto “en nombre de la vida” decidiendo sobre los cuerpos de las mujeres por conducto de una política penal medievalista, pero quienes lo condenan nunca han organizado una protesta contra esa guerra inútil en la que han muerto más de 100 mil mexicanos. Ahí mismo se puede castigar con horas de cárcel a un ciudadano por besar a su pareja en público, mientras se abarrotan los centros nocturnos de explotación sexual. Se da por sentado que no hay racismo, pero ¡cuánto más es celebrado un hijo de rasgos europeos! Los casos se multiplican en la vida cotidiana y causan el desgarramiento permanente de los sujetos atormentados por una herida colonial, quienes nunca superan su desventaja imaginaria respecto a los referentes suministrados por el banco simbólico de la metrópoli en turno, pero que se entusiasman con una jerarquía en la que pueden mantener una posición ventajosa sobre capas de grupos subalternos. Así pues, en México, el conservadurismo político tiene fuertes raíces coloniales.

Ahora bien: todos estamos determinados por la cultura, la sociedad y la historia. La realidad es que nadie logra un ensamblaje perfecto en ellas, de manera que siempre se abren -según el caso- resquicios o abismos de contradicción, donde se generan fricciones que provocan deslizamientos y reacomodos de la posición del sujeto por cada contexto de que participa. Ése es el espacio de la crítica, que se refina en las periferias y tiende a preservar el statu quo cuando el enunciante parte desde el centro. Por eso es importante asumir la conciencia de nuestra ubicación, sin maquillarla ni revestirla con la versión de ese poder que nos educa para defender a toda costa sus principios organizadores, bajo los que paradójicamente, somos dominados.

En este sentido, la opción de la rebelión parte de una verdad que se antoja simple, pero es profunda: podemos salvarnos un millón de veces de la censura o la represión y nunca liberarnos, ser siempre hombres y mujeres coloniales. Cada día, elegimos callar o denunciar la injusticia, vivir en favor del oprimido o del opresor, así como poner nuestros talentos al servicio del poder o del contrapoder. La rebelión empieza justo por la denuncia del poder que se ha corrompido, fetichizado. Pasa por invertir lo que se acusa de “obsceno” cuando tal adjetivo debe emplearse con esas instituciones que nos alejan del sagrado goce de nuestro cuerpo. Esa rebelión impone la necesidad de un fundamento ético, pero también de verdades que se respaldan muscularmente, asumiendo compromiso con las conclusiones a las que arribamos. En suma: es importante pensar diferente, pero urge vivir distinto, abriendo brecha para una alternativa real al capitalismo, así como para detener la obsesiva reproducción de una dialéctica del poder que se pervierte: derribar una dominación para inaugurar otra.


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