El legado plástico de Posada - LJA Aguascalientes
22/11/2024

 

 

 

 

 

 

 

 


Paul Westheim

Posada no cayó nunca en un realismo fotográfico. Supo idearse para sus dibujos no sólo una técnica propia, sino también un estilo propio.

Un modesto artesano, que durante toda su vida dibujó ilustraciones para hojas volantes y otros impresos populacheros, escritos para el día y olvidados un día después. Sin aspirar a hacer “arte”, el arte que llena museos y galerías, dedicaba su tiempo y su talento –como Daumier en Francia– a una producción en gran escala. Cuando se publicaban sus estampas, casi pasaban inadvertida por la crítica y los amantes del arte. Y lo más probable es que al mismo Posada no se le haya ocurrido jamás que algún día lo descubrirían los artistas y conocedores, que llegarían a entusiasmarse por los frutos de su trabajo, con que humildemente se ganaba el pan suyo de cada día, y a atribuirle una importancia decisiva para el desarrollo del nuevo arte de México.

José Guadalupe Posada nació en 1851 en Aguascalientes. Murió en 1913, hace cincuenta años. Vio todavía la caída de Porfirio Díaz y los primeros años de la Revolución. Después de una infancia de niño pobre cuyas pequeñas fuerzas ya se utilizan y explotan, empieza a los doce años a ayudar a su hermano, que es maestro de escuela. En aquel entonces nace su pasión por el dibujo, y parece que el “magisterio” le deja tiempo para sus primeros intentos y ejercicios. Copia lo que le cae entre manos: imágenes de santos, naipes, carteles. Durante algún tiempo, probablemente muy corto, toma clases de dibujo. Entra como aprendiz en un taller de litografía, donde se edita un periódico progresista, El Jicote. Cuando la valiente actitud de El Jicote obliga a su editor a salir de Aguascalientes, Posada lo acompaña a León, Guanajuato. En 1887 viene a México, a probar suerte. La suerte, en el caso suyo, se llama Antonio Vanegas Arroyo; consiste en un empleo de dibujante, con un sueldo de tres pesos diarios, en la editorial dirigida por éste.

La editorial Vanegas Arroyo, en su género la más grande en México, publicaba literatura barata para las masas, sobre todo hojas volantes: oraciones, historias de santos, corridos, descripciones de casos espeluznantes, de crímenes, milagros, monstruosidades, comentarios, a veces humorísticos, a los acontecimientos de actualidad, calaveras para el día de muertos. Esas hojas volantes, de papel de estraza en todos los colores del arco iris, costaban uno o dos centavos. Vendedores ambulantes las vendían en todas partes de la República, hasta en los rincones más apartados, en el campo y en las ciudades, delante de las iglesias, por los mercados, en las ferias. Para los compradores, en su mayor parte analfabetos, lo más interesante era la ilustración, que les daba una idea mucho más viva del suceso sensacional que los versos ramplones.

Posada no era el único dibujante de Vanegas Arroyo. Con él trabajó durante algún tiempo Manuel Manilla, un buen artista, en cuyos grabados repercuten lejanos ecos del romanticismo.

Posada se fue convirtiendo en la gran atracción de la editorial. Vanegas Arroyo lo instaló en el zaguán de una casa adaptado como taller, cerca de la Academia de San Carlos. En el aparador se exhibían unos cuantos aguafuertes, entre otras una estampa según El juicio final de Miguel Angel. Y detrás de ellas estaba la mesa de trabajo en que Posada confeccionaba sus ilustraciones. El número de sus dibujos se calcula en más de veinte mil. Al margen de su empleo fijo trabajaba para otras imprentas y hacía caricaturas políticas para diversos periódicos oposicionistas: Argos, La Patria, El Ahuizote, El Hijo del Ahuizote y otros. Dada su enorme popularidad, Posada ocupa un lugar importante entre los que prepararon el terreno para la Revolución.

Para su producción express no le servía ya el grabado en madera, material que había usado en sus tiempos de León. Se inventó una técnica propia, muy adecuada: con una pluma de metal, corriente, y una tinta especial, escribía sus dibujos directamente sobre planchas de zinc, les daba un baño de algún corrosivo, y ya el clisé estaba listo para la prensa. Un relato de don Blas Arroyo, hijo de Antonio Vanegas Arroyo y dueño de la editorial después de la muerte de su padre, da una idea de la asombrosa habilidad con que Posada dominaba su oficio. Dice: “Mi padre entraba en el taller cuando tenía algo que quería imprimir y decía: ‘Señor Posada, vamos a ilustrar esto.’ Posada lo leía, todavía leyendo cogía su pluma y preguntaba: ‘¿Qué piensa usted de este dibujito?’ Hundía la pluma en la tinta especial que usaba, hacía el dibujo, le daba a la plancha un baño de ácido, y ya estaba.” Y Arroyo agrega: “Era muy trabajador. Se ponía a trabajar a las ocho de la mañana y trabajaba hasta las siete de la tarde.”

¿Cómo se explica que Posada llegó a ser una figura tan importante en el panorama del arte mexicano que Diego Rivera, junto con Frances Toor, le dedicó una magnífica monografía; que todas las historias de arte que tratan el arte moderno de México hablan de él en primer lugar y que es considerado, al lado del paisajista José María Velasco, como la personalidad artística más original del México de las postrimerías del siglo pasado y de principios del nuestro?

El fenómeno Posada se explica con el carácter popular de su obra. Él mismo hijo del pueblo, supo dar expresión al pensar y sentir del pueblo. Así se convirtió en precursor y promotor de la nueva generación artística que crearía, en forma de grandes murales y grabados populares, un arte nacido del espíritu de las masas que hicieron la Revolución. Leopoldo Méndez, cuya obra gráfica se basa en la de Posada, escribe en el prefacio del pequeño álbum de Posada editado por el Taller de Gráfica Popular, que el maestro trabajaba “como un relojero”; que sus trabajos “marcan las horas y los momentos de la vida del pueblo de México”.

El pensar y sentir del pueblo: esto no se refiere a la representación, más o menos fiel a la realidad, de tipos populares. Hay muchos pintores y dibujantes que recurren a “la vida del pueblo”, porque les parece un tema sugestivo y pintoresco. Claro que la obra de Posada nos ofrece toda una variada galería de tipos del pueblo, pero falta en ella la nota pintoresca o folclórica. Su visión nos descubre la representación que el pueblo tiene de sí mismo y de su mundo, una representación algo distinta de la que se forma la gente en la dirección de los Bancos y en las residencias popoff. Posada no necesita bajar a ese inframundo extraño como turista en caza de emociones. Para él no es inframundo, ni tampoco extraño. No lo ve con mirada burlona o compasiva o simplemente curiosa. Para él es el mundo sin más, el mundo suyo. Como artesano con un pequeño taller –es lo que es– se junta en la cantina con otros artesanos y obreros y discute con ellos la política, los bajos sueldos, la carestía, las sensaciones y escándalos que conmueven los ánimos. Todo esto lo representa. Lo representa para esa gente, para la gente que compra las hojas volantes editadas por Vanegas Arroyo.

Los artistas consagrados del siglo xix –en México, como en todo el mundo–, mimados por la Academia, ensalzados en las exposiciones, colmados de encargos, siempre tenían la mirada dirigida hacia arriba: hacia el cielo, pintando vírgenes y crucifixiones; hacia el poder, glorificando las hazañas de los grandes; hacia un mundo sobrehumanamente hermoso, representando mujeres de belleza ideal. Posada no mira hacia arriba, o si lo hace, su mirada es la del crítico social que se mofa y que condena. Mira el mundo en torno suyo, y seguro que no lo ve desde arriba. De ahí que sus obras –a veces del tamaño de una mano– estén tan cerca de la vida, posean esa espontaneidad y naturalidad.

Y otra cosa más: Posada no cayó nunca en un realismo fotográfico. Supo idearse para sus dibujos no sólo una técnica propia, sino también un estilo propio: estilo conciso y expresivo, que recuerda el del grabado en madera, de esos grabados en madera antiguos de que se servía muy a menudo la Iglesia y, a veces, la agitación política. Un estilo que se inspira sin duda en la imaginería popular, de la cual adopta muchos requisitos: el diablo con sus cuerpos, garras y cola, las fauces abiertas del infierno despidiendo llamas, etcétera, imágenes que viven en la fantasía del pueblo. En la claridad de sus líneas, la magistral distribución del blanco y negro, la limitación a lo objetivamente necesario, los grabados de Posada revelan la conciencia creadora de un gran artista. Diego dijo de él: “Posada fue un clásico, no lo subyugó nunca la realidad fotográfica, la infrarrealidad, siempre supo expresar… la suprarrealidad del orden plástico.”

No era solamente reportero, no sólo narrador. Creó una forma gráfica que correspondía al mundo imaginativo de las masas, todavía no adulterado por el cine y la televisión. Hay una estampa suya intitulada Plegaria a San Antonio de Padua: las jóvenes de más de cuarenta años, que ya se quedaron para vestir santos, están suplicando a uno de ellos, fervorosamente, que todavía les depare un esposo. Están dibujadas con todo el sarcasmo con que el pueblo ve a esas pobres. En otra hoja se presencia el pleito en familia y con los buenos vecinos. A veces se trata del amor pecaminoso. Vemos a un robusto diablo despachando a un burlador de mujeres a las fauces del infierno. Lo que no impide –y he aquí la opinión del pueblo ante este asunto– que otro se pasee con una muchacha por la senda del vicio. Somos testigos de sucesos horripilantes, de monstruosidades que excitaron la fantasía del pueblo. En Pachuca un hijo descastado echa veneno en una olla de frijoles… Las víctimas, los padres y la criada, yacen muertos en el suelo. Una madre hecha furia, dando muerte a su hija con un gran cuchillo, está representada con objetividad ingenua, como si se tratara del sacrificio de una gallina. El gran acontecimiento de la ciudad: la inauguración del tranvía eléctrico, en febrero de 1900, es celebrado en los versos y la ilustración. Pero el nuevo vehículo –otra hoja– choca con un cortejo fúnebre. El muerto, arrojado de su ataúd, yace sobre los rieles. En fin, todo lo que hoy día publica la segunda sección de los periódicos. Pero hay más: portadas de cancioneros, de libros de sueños, de libros de cocina, de epistolarios amorosos. En una de esas miles de hojas se comenta la devaluación del peso: el peso nuevo, que sólo vale veinte centavos, traspasa al viejo con una espada. Una ocurrencia que recuerda al aguafuerte de Breughel, Lucha de los bolsillos escuálidos contra las talegas repletas. Las caricaturas políticas, las escenas de la lucha contra la reacción, los héroes revolucionarios Madero y Zapata, las luchas callejeras, el fusilamiento de revolucionarios por las tropas del Gobierno, las Calaveras: cuánta imaginación plástica, cuánta disciplina, cuánto ingenio. Como excepcionalmente impresionante por su audacia formal y su monumentalidad quisiéramos mencionar la Calavera de Zapata.

Cuando los artistas, ya terminada la Revolución, se vieron ante la tarea de crear un nuevo arte, monumental, expresivo y accesible al pueblo, se acordaron, claro está, de Posada. Muchos de ellos lo habían conocido cuando todavía eran alumnos de primaria o de San Carlos. Después de batallar con la perspectiva o con la copia de los vaciados en yeso, corrían a su taller y admiraban cómo él trabajaba… Y fueron también los artistas quienes descubrieron la importancia artística de Posada. Orozco dijo de él: “Posada es, al igual de los verdaderos grandes artistas, una admirable lección de sencillez, humildad, dignidad y equilibrio.”

Traducción de Mariana Frenk

Publicado en La Jornada el 03 de Febrero de 2002:

http://www.jornada.unam.mx/2002/02/03/sem-paul.html

 


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