José Guadalupe Posada, pregonero del pueblo por Víctor Sandoval - LJA Aguascalientes
22/11/2024


Por Víctor Sandoval

Desde ayer, 2 de febrero, comenzaron, como nos recuerda Víctor Sandoval, “las celebraciones de los ciento cincuenta años del nacimiento de José Guadalupe Posada, el más importante grabador mexicano”. Hojas volantes, zincografías, ilustraciones, anuncios, estamperías, crónicas ilustradas… son algunos de los mil modos en que Posada se convirtió en “pregonero del pueblo” y en referencia obligada para críticos, historiadores de arte, creadores plásticos y todo aquel que desee conocer las “sorprendentes contradicciones” de nuestra memoria colectiva. El maestro Sandoval analiza en este ensayo el registro que se ha hecho, a lo largo del tiempo, de la obra y la figura de Posada, y explica las razones que lo han hecho converger con Saturnino Herrán, otro aguascalentense ilustre.

En este año del 2002, para ser más precisos el 2 de febrero, día de la Candelaria, una de las fiestas religiosas más populares de México, se iniciarán las celebraciones de los ciento cincuenta años del nacimiento de José Guadalupe Posada, el más importante grabador mexicano de que se tenga noticia.

Como ya se sabe, Posada nació en el viejo barrio de San Marcos de Aguascalientes, a unas cuadras de donde se celebra la tradicional Feria de San Marcos entre abril y mayo de cada año, cuando el pueblo todo, como decía Ramón López Velarde “se viste de percal y de abalorio” y las cantadoras, en el palenque de los gallos “epitonando la camisa han hecho la lujuria y el ritmo de las horas.”

Todo eso inevitablemente se ha ido transformando o muriendo en definitiva, como la vida misma que para permanecer tiene que cambiar y ese juego de espejos que es el ser humano se va difuminando, transformándose dentro de su propio azogue, perdiéndose en el pasado para resucitar en su nueva imagen de actualidades pisando una tierra distinta de la que pisaron sus antepasados, aunque las estrellas en lo alto sean las mismas. Es lo único que no ha cambiado, siguen siendo imperecederas.

Así, la obra de José Guadalupe Posada también es imperecedera. Artista que surgió como manantial de “agua hirviente”, según la certera frase de Diego Rivera, su venero es inagotable porque se surte de las más puras fuentes populares. Reclama para el buril y las prensas el dolor, la tristeza, la ironía, la crítica, la religiosidad, la vida entera pues del pueblo mexicano, para darle perpetuidad, estética y estremecimiento, goce y testimonio.

Mucho se ha escrito sobre Posada, desde su temprano descubrimiento cuando Jean Charlot, Frances Toor, Pablo O’Higgins, Diego Rivera, José Clemente Orozco y muchos más incluyeron en los severos libros de arte los datos biográficos y las insólitas imágenes creadas por el humilde artesano nacido en Aguascalientes.

Pero la realidad es que Posada, su maravillosa inventiva, venían desde antes de su explosiva producción en la imprenta de Vanegas Arroyo, como lo demuestra el precioso libro de Francisco Antúnez intitulado Primicias litográficas del grabador J. Guadalupe Posada, que contiene 134 ilustraciones y que se publicó bajo los auspicios de un gobernador ilustrado de Aguascalientes, el profesor Edmundo Gámez Orozco, en 1952, con motivo del centenario del nacimiento de Posada. La impresión se llevó a cabo, con amoroso cuidado e impecable limpieza, por el propio Francisco Antúnez en su imprenta de la calle de José Ma. Chávez, en Aguascalientes, en donde sus familiares aún conservan esa noble tradición. Las Primicias litográficas reúnen ilustraciones hechas por Posada desde sus inicios en la imprenta de J. Trinidad Pedroza, su maestro en Aguascalientes y socio posteriormente en León, Guanajuato, que van desde 1872 a 1876. En esta época el artista trabaja lo mismo la estampería comercial y religiosa, que la incisiva crítica a los hechos políticos de su tiempo, principalmente en Aguascalientes, de donde tienen que salir forzadamente Pedroza y Posada para establecerse en León.

Pero la llegada a México, su feliz encuentro con Vanegas Arroyo, el editor furibundo, antiporfirista y antigobiernista, del Ahuizote, del Hijo del Ahuizote y las hojas volantes en papeles de colores, ofrecieron espacio y temas al artista para dar vuelo a su capacidad de retratar genialmente la vida diaria de la sociedad. Así se convirtió en el pregonero del pueblo mexicano.

José Guadalupe Posada, como ya se sabe, muere el 20 de enero de 1913, cuando los nubarrones de la Decena Trágica se avizoraban en el horizonte mexicano (recuérdese la “Oración del 9 de febrero”, de Alfonso Reyes, con motivo de la muerte de su padre el general Bernardo Reyes ante las puertas del Palacio Nacional y el asesinato de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, el 22 de febrero de ese mismo año). Por esas fechas destacaba con luz propia otro gran artista aguascalentense: el pintor Saturnino Herrán, verdadero iniciador de la Escuela Mexicana de Pintura, quien habría de morir prematuramente a los treinta y un años en 1918 en la misma Ciudad de México. No obstante que pudieron tener algún contacto, nunca se conocieron ni hay indicios de que tuvieran noticias el uno del otro. La razón es muy sencilla: a pesar de que los espacios creadores de uno y del otro estaban relativamente cerca, uno era maestro y el otro nunca cruzó los umbrales de tan augusta institución.


La memoria colectiva de nuestro pueblo está llena de sorprendentes contradicciones y hallazgos: lo mismo el polvo y el olvido que el deslumbramiento. Durante varios años la gente de Aguascalientes no supo quiénes fueron José Guadalupe Posada y Saturnino Herrán, hasta que en 1972 se abrió en el viejo Barrio del Encino, en lo que primero fue la Casa Cural, al lado del Templo y luego las destartaladas oficinas de la Junta Local de Caminos, el Museo que hoy guarda, celosamente, una buena colección de las planchas originales del artista y volvieron a salir tímidamente las reproducciones de sus grabados. Igual pasó con Herrán: sólo un poco después de su muerte hubo una modesta exposición en el Ayuntamiento y fue hasta 1975, cuando se abrió el Museo de Aguascalientes que se pudo contar con la espléndida colección de obras de este genio que aún se encuentra como la joya de dicho recinto.

Justo es reconocer la labor de investigación que hiciera sobre Posada el historiador don Alejandro Topete del Valle a quien el Seminario de Cultura Mexicana le publicó un bien documentado opúsculo sobre los orígenes y la vida de Posada. Gracias a ello, quizá no se cumpla la profecía de Diego Rivera quien dijo: “Posada fue tan grande que quizás algún día se olvide su nombre. Está tan integrado al alma popular de México, que tal vez se vuelva enteramente abstracto…”

El destino de la obra de Posada y Herrán se ha vuelto convergente y divergente a la vez. Mientras que ambos expresaron las alegrías, angustias y belleza del pueblo mexicano, cada uno a su modo, uno se multiplicó miles y miles de veces en sus hojas volantes, zincografías, ilustraciones, anuncios comerciales, estamperías, crónicas ilustradas de hechos y sucedidos, etcétera, el otro alcanzó la perfección en el dibujo y la pintura, en la sensualidad y la expresión de esos personajes “color café con leche” (lo dice López Velarde) que son los arquetípicos del pueblo mexicano.

Mientras los restos de Posada se perdieron en la fosa común, los de Herrán reposan en el Panteón Español. Afortunadamente ambos están fuera de ese horror de monumento a la cursilería y a la vanidad de los descendientes, que es la Rotonda de los Hombres Ilustres.

Años más tarde, muertos Posada y Herrán, otros dos aguascalentenses, jóvenes y llenos de ideales, también dotados de singular ingenio en las artes plásticas, habrían de abrirse camino en el intrincado mundo del quehacer artístico y la promoción cultural en la ciudad de México. Se trata de Francisco Díaz de León, grabador, pintor, tipógrafo, fundador de la Escuela de las Artes del Libro y activo participante en las famosas Escuelas al Aire Libre, y Gabriel Fernández Ledesma, pintor, escritor, escenógrafo, cartelista de vanguardia.

Ambos se nutrieron del mundo de Posada y Herrán y comprendieron la grandeza de sus dos ilustres paisanos.

Para terminar y evocando la risa interminable de las calaveras de Posada, he tomado este pequeño fragmento del poema de Carlos Pellicer intitulado “Palabras y música en honor de Posada”:

Era una mano poderosa 

que sin ningún titubeo 

fue de lo hermoso a lo feo 

y de la espina a la rosa

[…]

Toda la flor de la calaverada 
bailará con nosotros esta noche 
aunque nos lleve a todos la tiznada.

Publicado en La Jornada Semanal el 3 de febrero de 2002


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