CINEFILIA CON DERECHO
Interior de una choza, mientras que a fondo unas mujeres lloran, en primer plano un hombre está atado a una silla, el soldado lo increpa sobre sus actividades rebeldes, sobre el paradero de algo o alguien, la escena por un momento evoca a Pedro y el Capitán de Benedetti. Exterior, la sierra. Por el tipo de vehículos militares intuimos que son los años setentas. Los habitantes de un pueblo, huyen a refugiarse en lo alto de la montaña. Los rebeldes se agrupan y velan armas para atacar al ejército. Una generación del pueblo (padre-hijo-abuelo) son músicos callejeros que van a la ciudad a recolectar dinero con sus canciones; son también parte del grupo rebelde. Don Plutarco Hidalgo, el mayor de los tres, es un violinista que perdió su mano izquierda cuando niño, aun así, es un excelente músico popular. Cuando el pueblo fue desplazado, las armas y el parque del grupo que encabeza el hijo de don Plutarco quedaron en la milpa del viejo, por ello, sobre una mula se lanza a tratar de atravesar el cerco militar fingiendo querer revisar su sembradío. Al ser detenido por los militares, un capitán le pide tocar con su violín, así comienza una extraña relación entre ambos, basada en la música, basada en un común origen marginal, el director enfrenta dos miradas opuestas, dos quimeras que nacieron de la misma realidad: la pobreza del campesino contra el capitán que, al no tener dinero ni para comer, optó por unirse al ejército. En esta relación soldado-música, el viejo aprovecha para obtener información, para sacar poco a poco el parque. Lo que no sabe don Plutarco es que los militares lo usan y con ello logran detener a una facción de los rebeldes. Cuando se ve descubierto, comienza a guardar su violín, el capitán le ordena que siga tocando (en algún pasaje de la película le dice al campesino “Te puedo perdonar lo que sea menos que me dejes tristeando sin música”) saca su pistola y amartilla, el viejo concluye “Se acabó la música” y con esta frase la cámara funde a negro y nosotros inferimos el final del aguerrido don Plutarco, como en la célebre doorsiana When the music is over, las luces se apagaron.
La película mexicana El Violín (2005) de Francisco Vargas es una de las más premiadas en la última década, y no es para menos, en su conjunto es una auténtica obra de arte: filmada en blanco y negro, plásticamente bellísima, cronológicamente pautada, musicalmente perfecta, nos permite disfrutar imagen y sonido, lo mismo una toma larga de la sierra ambientada con los cantos naturales de aves e insectos, que un close up a las manos de una anciana que, bajo el hermoso crujir de un papel de estraza, envuelve lentamente un queso. La música junto con la represión, es uno de los leit motif de la película, compuesta principalmente por Armando Rosas (uno de los cantautores del llamado rock rupestre) alterna afinadamente los sonidos ambientales con música popular, y es que precisamente el papel de Don Plutarco lo ejecuta don Ángel Tavira, músico de Guerrero que devino a actor novato y que en ésta, su primera película, obtuvo el premio de Cannes a mejor actor.
Esta película sobre la llamada guerra sucia, viene a colación porque esta semana se dictó una sentencia por la Suprema Corte de Justicia de la Nación que trasciende de manera importante en muchos aspectos jurídicos de la vida nacional, en los medios se le conoce como el caso Radilla. Y aunque las noticias se han centrado en la eliminación de fuero militar en ciertos supuestos, hay un criterio que ha pasado desapercibido y que incluso trascenderá más para la justicia en el país: el bautizado como “control de la convencionalidad”.
Si bien por la premura del tiempo aún no se tiene acceso a la sentencia terminada (el llamado engrose) ni a las jurisprudencias que se emitan con base en ella, lo que podemos inferir es que cambiará radicalmente la forma en que los tribunales aplicarán justicia: antes de esta resolución, un juzgado común y corriente estaba obligado a aplicar la ley mexicana, pero si esta ley violentaba la Constitución o algún tratado internacional, aun cuando el juzgador tuviera clara la violación, no podía declararla así, de tal forma que el perjudicado tenía que acudir a los tribunales federales para lograr obtener justicia. El nuevo principio de control de convencionalidad obligará a todos los jueces del estado mexicano a que, en caso de detectar una norma local que violente los tratados internacionales, la deje insubsistente, siempre en aras de hacer valer los derechos humanos por sobre cualquier norma o acto de las autoridades mexicanas.
En amplio sentido, se abre una puerta para que cualquier tribunal comience a realizar un control difuso e indirecto de la Constitución, una facultad que hasta esta semana, el Poder Judicial de la Federación guardaba para sí celosamente. Esto significa que cualquier ciudadano podrá acudir a los tribunales de origen de su caso y no tener que esperar a una segunda o tercera instancia (un año o más en términos de tiempo) para que se hagan valer sus derechos, se traduce es un importante paso para hacer realidad la utopía del artículo 17 constitucional: Toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de manera pronta, completa e imparcial.
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