Distopía / Alan Ruiz Galicia - LJA Aguascalientes
22/11/2024

 

El deseo más recóndito e inconfesable de la humanidad, una vez que se ha corrompido, es la autodestrucción. Como especie biológica, nuestra forma de habitar el mundo clausura todos los futuros en la tierra. Durante la mayor parte de su historia colectiva, el ser humano se ha comportado como un insecto que agota recursos, destruyendo el equilibrio por donde sea que pasa, sin hacerse de un espacio sostenible para la coexistencia y la preservación de la vida, así como para conservar la diversidad. No exagero cuando afirmo que estamos condenados. Debemos reconocer que la pauta del desarrollo mundial sigue siendo el culto a los mitos del crecimiento perpetuo, absurdos por principio. Vemos a la idiotez en sus justos términos dirigiendo al género humano hacia su transformación final en carne tártara: construimos artefactos mientras nos enviamos sobre la interminable banda fordista hacia la desaparición. El código maestro de tal comportamiento sentencia que cuando la tierra colapse, necesitaremos la tecnología suficiente para ir a otro sitio. Ahí se reproducirá el proceso y salvo que no desarrollemos -ojalá- la técnica para realizar los saltos que permiten disponer de recursos y fuentes de energía, seremos la cucaracha del universo, pidiendo una disculpa anticipada por el escarnio para las que en comparación, son nobles ortópteros que sería pertinente reconocer con un título de hidalguía por sus modales con el entorno.

Mi distopía es una visita en ese tiempo previo al abandono de la tierra. La atmósfera será un coctel de gases con metano, monóxidos y dióxidos de carbono, de azufre y nitrógeno. No es difícil adivinar el rostro del post-calentamiento global, con migraciones masivas hacia las últimas zonas habitables del globo. De acuerdo a los criterios de diversas religiones, para entonces ya el mundo se acabó varias veces. Tal vez se acompañe del triunfo definitivo de los fundamentalismos, que se llevan bien con el remordimiento y la incertidumbre. Tras la disolución de las naciones -por la lluvia de cientos de racimos nucleares que desmembraron las tierras continentales- las guerras se emprenden para conquistar provisiones. Son constantes los combates entre tribus políglotas de sobrevivientes, que se comunican por medio de muecas y aspavientos. La industria de las armas siempre está más desarrollada y activa que la medicina, por lo que se enfrentarán con revólveres de rayos de evaporación molecular.

En ese oscuro destino común, las frutas y verduras sólo brotan como hologramas, en museos ruinosos. En la fauna predominan las especies con mutaciones, que sobreviven mediante la depredación. Quedan pocos niños. Para ellos, escuchar “tigre” es igual de asombroso y remoto que “tiranosaurio”. Los gallos hidráulicos cantan cada 53 minutos, que es el tiempo que tarda el ciclorama artificial en completar su recorrido. Se debe respirar por una máscara de oxígeno al dormir y durante las contingencias, cuyo indicio es la generalización de bancos de nubes púrpura a través del cielo electrizado. El agua potable sólo se consigue luego de un complicado procedimiento, ya desaparecidas las reservas totales a disposición.

Hacer el amor sería una práctica prehistórica. La reproducción dependerá del acceso a fuentes de energía de cada horda, por lo que técnicamente, se realizará mediante un proceso más bien artesanal de mezclado genético -poco romántico para los criterios del siglo XXI- donde la única relación entre los padres es el uso compartido de tubos relucientes  y alambiques avanzados. La pulsión erótica y los reinos del placer estarán recluidos en su esfera, habida cuenta las exigencias de un orden concentrado en la sobrevivencia, donde los orgasmos no son prioritarios. La utopía y la distopía son cálculos opuestos sobre el futuro. Perfilar una u otra es un ejercicio que depende del optimismo o la desmoralización del autor. Pero en el fondo, implican una apuesta sobre cuál es la emoción que más conmueve al corazón del hombre y la mujer, cuando es necesario cambiar: el amor al mundo o el miedo a su catástrofe.

Considero que nuestro gran obstáculo es una paradoja de la racionalidad individual, que resulta en irracionalidad colectiva. Un sujeto X piensa: “si disminuyo mi consumo de agua, si dejo de viajar en automóvil y uso bicicleta o transporte colectivo, si me niego a utilizar aerosoles que dañan la capa de ozono o si reciclo, seguramente contribuyo en una mínima proporción para compensar lo que mis vecinos y la mayoría de la gente siguen gastando, en caso de que la generalidad no se interese por seguir dichas alternativas. Si por el contrario, consumo de manera usual y muchas personas deciden ahorrar, la cantidad que yo usé representa una minúscula parte de lo que ya han lograron todos reservar. Por tanto, como en ambos casos no hago diferencia significativa, lo más racional es mantener mis niveles actuales de usos y consumos”. Como esa “racionalidad” individual se multiplica en cada uno, los esfuerzos para erradicar hábitos negativos -en este caso, que duplican la cultura de la irresponsabilidad- son infructuosos. Se requiere otro tipo de criterio, bajo principios de mutualismo y con reflexión agrupada, para cambiar el rostro del mañana. Ya conocen mi distopía. En lo que respecta a mi utopía es, amor, desabotonar tu alma y robar tu blusa para mirarte desnuda, con el mundo como lo conocemos de fondo. Oh yes.


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