A lomo de palabra
Psicóticos, arcaicos e infantiles
… la evolución humana pone de manifiesto
una predisposición crónica al error, la maldad,
las fantasías desorbitadas, las alucinaciones…
y hasta la mala conducta socialmente organizada…
Lewis Mumford, El mito de la máquina.
Considerando tanto los usos y costumbres de su época como las ancestrales tradiciones de su estirpe, la joven vienesa Melanie Reizes se casó ya grande. Con veintiún años recién cumplidos, celebró nupcias en 1903 con el químico budapestino Arthur Stevan Klein; desde entonces adoptó su apellido. Por nacimiento, los dos eran súbditos del Imperio Austrohúngaro, y ambos provenían de familias judías. El Imperio Austrohúngaro dejaría de existir en 1918; el matrimonio de Melanie y Arthur, en 1921, cuando formalizaron su divorcio.
El 28 de septiembre de 1918, Sigmund Freud se hallaba en Budapest. Participaba en el V Congreso de Psicoanálisis en la Academia Húngara de Ciencias, presidido por Sándor Ferenczi. Freud impartió la conferencia “Líneas de avance en la terapia psicoanalítica”. Entre la audiencia se encontraba la señora Melanie Klein (1882-1960), quien dijo quedar profundamente impactada: recordará posteriormente que ese día decidió atender su deseo de dedicarse al psicoanálisis. Ese mismo año, en noviembre, luego de unos veinte millones de muertos, finalizaría la Gran Guerra.
Veinte años después, en 1938, Hitler violó el Tratado de Saint-Germain de 1919 y enterró el Tratado de Versalles: Austria fue anexada a Alemania. El 12 de marzo las tropas nazis ocuparon Viena. La persecución a la comunidad judía arreció. La presión sobre el afamado doctor Freud, judío y creador de una ideología perversa según el nazismo, día a día empeoraba. A principios de mayo, su hijo Martin fue detenido durante un día, y Anna, su hija, fue interrogada por la Gestapo. El 4 de junio, a bordo del Expreso de Oriente, con su esposa Martha y su hija Anna, Freud salió de Viena rumbo a París. Dos días después llegarían a Londres. Inicialmente, se alojó en Elsworthy Road 39, y en septiembre se mudó a la casa de Maresfield Gardens, en el barrio de Hampstead, donde permanecería lo poco que le quedaba de vida. Para entonces, la vienesa Melanie Klein llevaba ya más de una docena de años residiendo en Inglaterra.
Meses después, en agosto del mismo año, se celebró en París el XV Congreso Internacional de Psicoanálisis. El patriarca intelectual de la pujante novel disciplina, Sigmund Freud, estaba muy enfermo y no asistió. Melanie Klein sí acudió al Congreso: cruzó el Canal de la Mancha para presentar una ponencia que, con el tiempo, se convertiría en uno de los textos fundamentales de su teoría de la mente: “El duelo y su relación con los estados maníaco-depresivos”.
El siguiente año, 1939, estalló la II Guerra Mundial: el 1º de septiembre las fuerzas nazis invadieron Polonia; dos días después, Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania. Freud moriría 22 días después -la causa del óbito no fue directamente el cáncer que padecía, sino una sobredosis de morfina administrada por su médico, Max Schur-. Luego de unos ochenta millones de muertos, la II Guerra Mundial no finalizaría sino hasta el 2 de septiembre de 1945.
Todos los organismos vivos mueren;
sólo el hombre, mediante su mente, sobrevive
y continúa, en cierta medida, su función.
Lewis Mumford, El mito de la máquina.
A los humanos nos duelen profundamente nuestros muertos. Subrayo el pronombre posesivo, nuestros: ¿cuál de los siguientes dos enunciados podría generar más dolor en una persona cualquiera? 1) El par de guerras que estallaron en Europa y se propagaron por otras partes del mundo en el siglo XX causaron alrededor de cien millones de muertes; 2) Lamento notificar a usted que ayer falleció su señora madre. Las fatalidades de la humanidad nos estremecen, pero es la pérdida íntima la que nos desgarra. Contamos las defunciones en cifras, pero a los muertos los lloramos de uno en uno.
Aunque trastorna la conducta de quienes lo sufren, nadie considera patológico un duelo. Generalmente pensamos que no está bien evadirlo, al contrario, y solemos confiar en que, con el tiempo, será superado. En uno de sus ensayos más influyentes (Duelo y melancolía, 1917), Sigmund Freud apunta que, bien pensado, resulta extraño que “el doloroso displacer” que provoca un duelo “nos parezca natural y lógico”. Por su parte, en aquel texto que presentó en París en 1938 -sería finalmente publicado en 1940-, Melanie Klein subraya la relación que Freud establece entre el duelo y el juicio de realidad, es decir, el proceso mediante el cual, gradualmente, el doliente reconoce la ausencia definitiva del ser amado -si el juicio de realidad no se alcanza, aunque la persona reconozca conscientemente la pérdida, no podrá desvincularse del objeto perdido, del muerto, y aparecerá entonces la melancolía, un estado patológico de sufrimiento mucho más hondo-. Por su parte -este es uno de sus aportes más importantes a la teoría psicoanalítica-, con base en su experiencia clínica, Klein asegura que “hay una conexión entre el juicio de realidad en el duelo normal y los procesos mentales tempranos”. En concreto, se refiere a la posición psíquica que denominó depresiva infantil. Pero antes de que el infante logre alcanzar esa posición, Klein sostiene que transitamos por un estado previo, la posición esquizo-paranoide. En esta fase primitiva del desarrollo psíquico, el mundo del bebé -tanto el que percibe como el interno-, está fragmentado en objetos parciales, buenos y malos, que representan experiencias de satisfacción y frustración. La madre, por ejemplo, no es percibida como un todo, sino como un “pecho bueno” que alimenta y calma o un “pecho malo” que abandona y frustra. Este mecanismo, la escisión, es una defensa arcaica frente a la angustia persecutoria: el bebé proyecta sus impulsos destructivos -pulsión de muerte- en el objeto malo y, en consecuencia, luego lo experimenta como una amenaza punitiva externa. Klein identifica este patrón de funcionamiento no sólo en los primeros meses de vida, sino también en patologías psíquicas graves, como la psicosis. De manera más amplia, bien podemos entender los procesos sociopolíticos que desembocan en odio y violencia como expresiones esquizo-paranoides. Si un duelo normal, durante el cual se reactiva siempre el funcionamiento psíquico de la posición depresiva infantil, requiere la integración del objeto perdido, el reconocimiento de su pérdida y en el mejor de los casos su reconstrucción simbólica, en la posición esquizo-paranoide la amenaza de aniquilación psíquica impide esta integración. Tal vez no sea aventurado pensar que los horrores de la guerra no son más que expresiones, en una escala colectiva, de las angustias más arcaicas descritas por Klein: la aprehensión esquizoide del mundo, escindido en buenos y malos, y el torbellino de ansiedades paranoides.
Concuerdo con Lewis Mumford: el ser humano es en principio “un animal fabricante de espíritu, capaz de dominarse y diseñarse a sí mismo”, para quien “el foco principal de sus actividades es ante todo su propio organismo y la organización social en la que este encuentra su más plena expresión”. Tan pronto llega al mundo, cada uno de nosotros debe bregar por armarse una autoconciencia, y luego, de ahí en adelante, tratar de mantenerla más o menos funcional. Habrá quienes supongan que es cosa fácil, sobre todo si prefieren olvidar “la superior irracionalidad del hombre”.
@gcastroibarra