Rodrigo Duterte, el exmandatario filipino que construyó su carrera política sobre la promesa de erradicar a los narcotraficantes a cualquier costo —literalmente a sangre y fuego—, ha sido detenido. No en una operación encubierta ni en un enfrentamiento con las fuerzas del orden, sino en el Aeropuerto Internacional de Manila, a plena luz del día y frente a una multitud que, dependiendo de a quién se le pregunte, celebró con júbilo o denunció con indignación lo sucedido.
El arresto responde a una orden emitida por la Corte Penal Internacional (CPI), que lo acusa de crímenes de lesa humanidad cometidos durante su famosa (y letal) guerra contra las drogas, una campaña que dejó, según fuentes oficiales, 6.000 muertos, aunque organizaciones de derechos humanos elevan la cifra hasta 30.000. Con esa orden en mano, las autoridades filipinas, que hasta hace poco parecían dudar de si cooperarían con el tribunal internacional, no solo lo detuvieron, sino que lo escoltaron directamente a un avión con destino a La Haya.
Duterte, quien alguna vez se jactó de haber asesinado personalmente a delincuentes en su tiempo como alcalde de Davao y quien solía ridiculizar la posibilidad de ser procesado por la CPI, de repente ya no parecía tan desafiante. Su hija, la vicepresidenta Sara Duterte, denunció que su padre había sido “subido a la fuerza” al avión y calificó el arresto de “persecución”. Mientras tanto, su portavoz Harry Roque, visiblemente alarmado, declaró que la detención era “ilegal”, argumentando que la CPI no tenía jurisdicción en Filipinas desde que Duterte retiró al país del organismo en 2019.
Pero la CPI fue clara: su competencia se mantiene sobre los crímenes cometidos antes de que Filipinas oficializara su salida, y los asesinatos sistemáticos que ocurrieron entre 2016 y 2019 encajan perfectamente en ese periodo. Además, el país sigue siendo parte de la Interpol, lo que significa que la detención pudo ser coordinada con otras agencias de seguridad internacional.
El fin de la cultura de impunidad
El arresto de Duterte marca un punto de inflexión para Filipinas y para la justicia internacional. Durante años, el expresidente operó con total impunidad. Su administración convirtió la muerte en una política de Estado y convirtió a los barrios más pobres en su campo de exterminio personal. La policía mataba con impunidad, alegando siempre que los sospechosos se habían resistido al arresto, y cuando la cifra de muertos creció al punto de ser imposible de ignorar, Duterte simplemente endureció su retórica. “Si conoces a un adicto, mátenlo ustedes mismos”, llegó a decir públicamente en 2016.
Pero la burbuja de impunidad comenzó a resquebrajarse cuando su sucesor, Ferdinand Marcos Jr., aunque inicialmente aliado con la familia Duterte, comenzó a tomar distancia y permitió el acceso de investigadores de la CPI al país. Poco a poco, las grietas en la fachada de invulnerabilidad del exmandatario se hicieron evidentes. En 2023, la justicia filipina condenó a cuatro policías por la ejecución de un hombre y su hijo en una redada antidroga, un fallo casi sin precedentes en un país donde la policía se había acostumbrado a actuar sin consecuencias.
El arresto de Duterte es también un fuerte mensaje para otros líderes autoritarios que se han aferrado a la idea de que la violencia y el abuso pueden quedar impunes. La CPI ha emitido órdenes de arresto contra figuras como el presidente ruso Vladimir Putin y el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, pero hasta ahora, esas órdenes no se han traducido en capturas efectivas. La detención de Duterte es una señal de que, aunque el proceso sea largo y tedioso, la justicia internacional todavía puede alcanzar a quienes se creen intocables.
Reacciones divididas: entre la euforia y la indignación
La detención de Duterte ha generado reacciones extremas en Filipinas. De un lado, las familias de las víctimas de su guerra contra las drogas han celebrado la noticia con lágrimas de alivio y, en algunos casos, con acciones simbólicas como descuentos en cafeterías atendidas por familiares de los ejecutados. En Ciudad Quezon, se organizó una misa especial en memoria de los asesinados.
“Tomó tanto tiempo y tantas vidas”, dijo Grace Garganta, quien perdió a su padre y a su hermano en 2016. “Casi había perdido la esperanza, pero esto me ha hecho creer que incluso los pequeños pueden enfrentarse a los poderosos”.
Del otro lado, los seguidores de Duterte insisten en que su arresto es una injusticia. El senador Bong Go, exasesor y fiel aliado, pidió “relajarse y orar” por el expresidente, mientras que su portavoz Roque intentó desacreditar el proceso afirmando que no se había mostrado ninguna orden de detención válida. Su hija Verónica Duterte difundió un video en redes sociales en el que el exmandatario, con su característica mezcla de arrogancia y desafío, cuestiona su arresto con la frase: “¿Cuál es la ley y cuál es el crimen que he cometido?”.
El choque de narrativas no es casual. Duterte sigue contando con un importante apoyo entre sectores de la población filipina, especialmente entre aquellos que creyeron en su promesa de “mano dura” contra el crimen. Durante su mandato, mantuvo índices de aprobación por encima del 50%, e incluso tras su salida del poder, su influencia política permaneció intacta gracias a su hija Sara y otros aliados en el Congreso.
La guerra contra las drogas: un fracaso anunciado
Más allá de la cuestión moral y legal, la gran ironía es que la guerra contra las drogas de Duterte no solo fue brutal, sino también ineficaz. A pesar de las miles de ejecuciones extrajudiciales y del terror impuesto en las calles, informes oficiales confirmaron que la disponibilidad de drogas en Filipinas no disminuyó significativamente.
Incluso dentro de su propio gobierno, altos mandos reconocieron que la estrategia de “conmoción y miedo” no había funcionado. “Esta aproximación ultraviolenta no ha sido efectiva. El suministro de drogas sigue por las nubes”, admitió en 2020 el coronel Romeo Caramat, jefe antinarcóticos de la Policía Nacional.
La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) señaló que, durante el mandato de Duterte, los precios de drogas como la metanfetamina disminuyeron en Filipinas, lo que indicaba un mayor flujo de sustancias ilícitas, no una reducción.
El presidente Marcos Jr. parece haber aprendido de estos errores y ha reorientado la estrategia antidrogas hacia la prevención y la rehabilitación. Pero el daño ya está hecho: miles de familias siguen esperando justicia, y el país aún lidia con las secuelas de seis años de una política basada en la violencia indiscriminada.
¿Qué sigue para Duterte?
Con Duterte ya en camino a La Haya, el siguiente paso será su comparecencia ante la CPI. Si es declarado culpable de crímenes de lesa humanidad, podría enfrentar una condena de cadena perpetua. Sin embargo, el proceso será largo y complejo. Filipinas, aunque ha mostrado disposición a colaborar, aún puede poner trabas a su entrega formal.
Mientras tanto, Duterte enfrenta un escenario que nunca imaginó: aquel en el que, en lugar de ser el implacable verdugo, es ahora el acusado. Para un hombre que una vez dijo que lanzaría a los corruptos desde helicópteros, el hecho de ser escoltado a un tribunal internacional es un giro irónico que, de algún modo, marca la caída de uno de los líderes más brutales de la era moderna.