El peso de las razones
Pensamiento crítico: ¿revolución silenciosa?
Todos estamos de acuerdo en que el pensamiento crítico es indispensable. Lo mencionan los políticos en discursos rimbombantes, lo aplauden los expertos educativos en conferencias internacionales, lo exigen los empleadores que buscan a los mejores candidatos. Desde Obama hasta la OCDE, pasando por la siempre puntual Forbes, el pensamiento crítico se presenta como la panacea para la educación, la economía y la democracia. Una especie de medicina universal para una humanidad cada vez más polarizada, manipulable y atolondrada.
Pero, ¿realmente lo queremos? ¿En serio valoramos esta habilidad que tanto defendemos? Más vale dudarlo. Porque si la enseñanza del pensamiento crítico estuviera generalizada y funcionara como nos prometen, nuestras sociedades serían irreconocibles. El pensamiento crítico nos haría cuestionar no solo lo que creemos, sino también las estructuras que mantienen esas creencias: el poder, las instituciones y, más incómodo todavía, a nosotros mismos.
No hay peor amenaza para los dogmas que una ciudadanía habituada a pensar con claridad, profundidad y justicia. Y en un mundo donde conviene más el ruido que la reflexión, resulta fácil celebrar el pensamiento crítico como un ideal abstracto mientras se le asfixia en la práctica. En las escuelas, lo matan a fuerza de memorización. En la vida pública, lo ahogan las trincheras ideológicas. Y en el día a día, lo corrompen nuestras propias preferencias.
Hay un fetichismo alrededor del pensamiento crítico que nos impide verlo con claridad. La idea misma ha sido convertida en un mantra educativo y laboral, pero vaciada de su verdadero significado. Porque pensar críticamente no es simplemente cuestionar lo evidente; es una tarea infinitamente más exigente: implica examinar qué creemos, por qué lo creemos y cómo debería afectarnos esa creencia.
Un pensador crítico, en el sentido genuino del término, no busca imponer su opinión ni ganar discusiones. No grita más fuerte para convencer a su oponente, ni caricaturiza posiciones ajenas con la cómoda falacia del “hombre de paja”. Al contrario, reconstruye con cuidado la postura contraria y la enfrenta con razones, no con prejuicios. Y aquí está la verdadera trampa: en una sociedad acostumbrada a que cada opinión sea una declaración de guerra, el pensamiento crítico no resulta práctico ni rentable.
Nadie quiere, por ejemplo, un estudiante que cuestione por qué el sistema educativo sigue premiando la obediencia por encima del razonamiento. Nadie quiere un empleado que se atreva a desafiar las decisiones de sus jefes con argumentos sólidos y bien fundamentados. Nadie quiere una ciudadanía que mire con escepticismo las “verdades” dictadas por el poder político, económico o mediático. El pensamiento crítico, en su forma más pura, es un acto subversivo.
Aquí es donde entra su mayor enemigo: el pensamiento egocéntrico. Es la forma de pensar más cómoda, más perezosa y, lamentablemente, más frecuente. El pensamiento egocéntrico no necesita someterse a pruebas ni examinarse a la luz de evidencias nuevas. Algo es cierto porque lo creo yo, porque lo creemos nosotros, porque me conviene creerlo o porque, simplemente, así ha sido siempre. Es la negación del cambio y, por ende, de la mejora.
El problema con el pensamiento egocéntrico es que funciona demasiado bien en tiempos de incertidumbre. Nos da certezas rápidas, nos permite encajar en grupos afines y, sobre todo, nos exime de la responsabilidad de razonar. Basta con observar la polarización política de los últimos años: no debatimos, no analizamos, no escuchamos. Solo repetimos consignas y demonizamos al “otro”. Lo más triste es que esta actitud no solo es intelectual y moralmente pobre, sino que también es peligrosa. Una sociedad que no sabe pensar críticamente se convierte en pasto fácil para el populismo, la desinformación y la manipulación.
En un mundo ideal, fomentar el pensamiento crítico no sería solo un objetivo educativo, sino una revolución silenciosa. Porque la verdadera autonomía no consiste en repetir lo que pensamos que está bien, sino en examinarlo. Pero esta revolución debe empezar antes de que sea demasiado tarde. Hoy nos preocupa que los adolescentes no sepan identificar noticias falsas, pero olvidamos que muchas de esas carencias comienzan en la infancia. Los niños, con su curiosidad insaciable y su espíritu experimental, son los pensadores críticos por excelencia. Son ellos quienes preguntan hasta el cansancio, quienes cuestionan lo que damos por sentado, quienes no tienen miedo de cambiar su opinión ante nueva evidencia.
¿Y qué hacemos nosotros, los adultos, ante esa disposición natural? La frustramos. Nos molesta su insistencia, los adoctrinamos en lugar de enseñarles a pensar y, lo peor, les imponemos nuestras propias certezas sin explicar cómo llegamos a ellas. Luego nos sorprendemos cuando crecen y aceptan, sin reparo, dogmas disfrazados de sentido común.
Defender el pensamiento crítico no es un acto neutral. Significa estar dispuesto a perder. A perder creencias queridas, ideas cómodas, respuestas simples. Significa renunciar a ganar discusiones por orgullo y aceptar que, a veces, el otro tiene razón. El precio es alto, pero las recompensas lo son aún más. Un pensador crítico es menos vulnerable al engaño, más resistente a las ideologías manipuladoras y, sobre todo, más capaz de convivir en una sociedad plural.
Así que la próxima vez que alguien mencione el pensamiento crítico como la “habilidad del futuro”, preguntémonos si de verdad lo estamos fomentando o si solo estamos rindiendo homenaje a una idea vacía. Porque pensar críticamente, en el fondo, no es una habilidad del futuro. Es una necesidad urgente del presente. Y como cualquier necesidad urgente, no admite aplazamientos.
De no hacerlo, seguiremos produciendo generaciones de ciudadanos vulnerables a la manipulación, incapaces de distinguir entre una opinión fundamentada y un berrinche disfrazado de argumento. Si queremos un futuro mejor, no basta con enseñar a leer y a escribir. Hay que enseñar, también, a pensar. Y a pensar bien.