Cuentos de la colonia surrealista
El Ciruelo
Nunca antes había visto al tipo. Yo creo que andaba por la zona cuando se le antojó un refresco, justo cuando pasó el Ciruelo. Me acuerdo muy clarito de eso, porque todos, de una u otra manera, deteníamos nuestras actividades cuando pasaba el Ciruelo. Me acuerdo clarito que se le quedó viendo fijamente, pero no a él, sino a la camioneta. Se le quedó viendo todo el tiempo, así, sin parpadear, sin importarle mucho -o nada- quién estuviera manejando. Aunque tal vez eso tampoco hubiera cambiado nada.
El Ciruelo, ya sabes cómo era, engreído y bien mamoncillo, acostumbrado como estaba a que todos le tuvieran miedo, a que todos le hicieran reverencia, ya sabrás, pues se encabronó con que hubiera uno que se atreviera a mirar su camioneta con tanto descaro -y por tanto tiempo- como si se la fueran a desgastar con la mirada.
“¿Qué miras?”, le preguntó bajando el vidrio y la velocidad mientras daba la vuelta en u, pero no obtuvo respuesta. El otro tipo siguió con la vista clavada en la camioneta como si sospechara algo y quisiera confirmarlo.
“¡Te estoy hablando, pendejo!”, dijo frenando finalmente la camioneta, “¿qué chingados estás mirando?, ¿qué no sabes quién soy yo?”
En ese momento el otro tipo respiro profundo, así como cuando estás tratando de controlarte, de mantenerte dalai -como dicen-, y muy despacito levantó la vista hacia la cabina de la camioneta e igual de despacito le contestó, así ronco: “sé perfectamente quién eres. El que no sabe con quién está hablando eres tú. Así que te recomiendo que cuides tu tono y que sigas tu camino”.
Así le dijo, y estoy casi seguro de que lo decía en serio, de que no quería pedos, pero pues el Ciruelo tenía su carácter y se prendió luego luego y, apenas terminó de escuchar las palabras del otro tipo, que se baja bien encabronado.
“¿Qué dijiste, cabrón?”, le gritó, más que preguntarle. “Aquí mismo te voy a partir tu madre”.
Lo que el Ciruelo no sabía es que el tipo era judicial, de los gordos y de muy pocas pulgas, incluso menos que las del mismo Ciruelo, y apenas le dijo eso, en un movimiento así de rápido sacó la fusca y bang bang, le metió dos plomazos en las rodillas antes de que el Ciruelo pudiera completar dos pasos o darse cuenta siquiera de qué estaba pasando.
“Te dije que te callaras y que siguieras con tu camino, Ciruelo, pero quisiste jugarle al chingón. Hoy no venimos por ti, y por eso sólo te dejo esta advertencia, pero a la siguiente no seremos tan clementes, ¿’tamos?”, le dijo como fastidiado. El Ciruelo no decía nada. Nomás estaba ahí en la calle, tirado, chillando en silencio, creo yo que recuperándose de la sorpresa y tratando de tragarse su orgullo. O lo que quedaba. “Y tú”, me dijo entonces el judicial mirándome de reojo mientras me estiraba un billete de $500, “quédate con el cambio, por las molestias, y acuérdate que aquí no pasó nada”.
“Aquí no pasó nada, patrón”, le dije tomando el billete y guardándolo en el bolsillo de mi pantalón. Después, terminándose su coca de un jalón, aventó la lata al bote de basura, se subió al coche y se fue.
El Ciruelo se quedó todavía ahí tirado un rato sin que nadie hiciera nada, hasta que, quién sabe de dónde, llegó un coche blanco, de vidrios polarizados, de donde se bajaron dos gorilas que lo levantaron y se lo llevaron sin decir nada y sin que él pusiera resistencia. A saber si por el dolor o por algo más grave. Después, un tercer tipo, igual de matón, pero no tan orangután como los otros dos, se acercó a donde yo estaba y me tendió un par de billetes de $200 mientras sacaba una cerveza del refri.
“Aquí no pasó nada, viejo”, me dijo.
“Aquí no ha pasado nada en todo el día”, le dije mientras guardaba los billetes en mi bolsillo y él se subía a la camioneta del Ciruelo y se la llevaba quién sabe a dónde.
Ni a él ni al par de orangutanes, ni al judicial y mucho menos al Ciruelo los he vuelto a ver. Ninguno de los cinco se ha presentado en la tienda de nuevo y, no creas, me da un poquito de coraje, porque el Ciruelo me quedó debiendo dos caguamas y una cajetilla de cigarros, pero supongo que unas por otras. Me llevé 900 pesos nomás por algo que, guiño, guiño, nunca pasó.