México enfrenta una crisis estructural de seguridad y justicia que parece interminable. Según el Índice Global de Estado de Derecho 2024, nuestro país ocupa el lugar 118 de 142 naciones, con una puntuación de apenas 0.41 en una escala donde 1 representa la máxima adhesión al Estado de Derecho. La justicia penal, pieza clave para la estabilidad social, ha caído de 0.32 en 2015 a 0.25 en 2024. Este colapso refleja un sistema disfuncional, incapaz de combatir el crimen organizado y la corrupción, y pone en duda la capacidad del Estado (en los tres órdenes) para mantener el control. ¿Cómo se puede progresar y vivir en paz si el “avispero” está fuera de control?
La experiencia de Ecuador bajo Rafael Correa (2007-2013) ofrece un espejo para entender los riesgos de abordar la seguridad solo desde la coerción. En ese periodo, aunque hubo intentos de modernizar la policía, las reformas quedaron atrapadas en lógicas corporativas y militares. Pese a un presupuesto policial que se duplicó en siete años, la tasa de homicidios alcanzó los 19 por cada 100,000 habitantes en 2008, y los delitos contra la propiedad aumentaron significativamente. La percepción de inseguridad no mejoró, y las reformas terminaron reproduciendo prácticas autoritarias. Este caso demuestra que invertir sin transformar las instituciones solo prolonga el problema.
En México, seguimos una estrategia similar, priorizando la militarización de la seguridad en lugar de construir capacidades civiles. La Guardia Nacional, creada con la promesa de ser una fuerza de seguridad moderna y civil, ha sido absorbida por las Fuerzas Armadas, reforzando la idea de que el Estado no puede garantizar seguridad sin recurrir a los militares, lo cual, por el desmantelamiento de la policía federal, incluyendo la de caminos, así como por la descomposición de las policías y fiscalías locales, pareciera ser cierto y el único recurso en este momento. Según datos del INEGI, la tasa de homicidios en 2022 fue de 25.2 por cada 100,000 habitantes, casi cinco veces el promedio mundial. Además, el 93.3 % de los delitos no se denuncian o no resultan en una investigación efectiva, reflejando la profunda desconfianza ciudadana en las instituciones.
Sin embargo, hay razones para la esperanza. El nuevo gobierno encabezado por Claudia Sheinbaum tiene la oportunidad de romper este ciclo. Con Omar García Harfuch como líder de la estrategia de seguridad, se abre la puerta a un enfoque más integral. García Harfuch, un policía civil de carrera, simboliza la posibilidad de construir una policía más profesional, orientada al servicio comunitario y alejada de las prácticas autoritarias del pasado.
No obstante, el cambio no puede venir solo desde las instituciones. La sociedad civil debe desempeñar un papel crucial para garantizar que las reformas sean efectivas y duraderas. La vigilancia ciudadana es esencial para prevenir la corrupción y la impunidad, asegurando que los recursos destinados a la seguridad se utilicen de manera transparente. Experiencias internacionales muestran que los sistemas de justicia más efectivos son aquellos que integran a la ciudadanía en la toma de decisiones y supervisión.
El reto es monumental, pero no imposible. Si el gobierno de Sheinbaum apuesta por un modelo de seguridad que combine profesionalización, transparencia y participación ciudadana, México podría dar un giro histórico. No basta con ser más los buenos; necesitamos un sistema que transforme esa bondad en instituciones justas y eficaces. El avispero no estará fuera de control, siempre que enfrentemos el problema con unidad y compromiso. La oportunidad está frente a nosotros, y el momento para actuar es ahora.
“El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente, el otro está ausente”: Hannah Arendt.