Para quienes hemos vivido más de 50 años, el anuncio del “Fin del mundo” basados en la pobre teoría del Calendario Maya, no fue sino una más de las sandeces que periódicamente han anunciado la destrucción de la vida en nuestro planeta. Desde seguidores de Nostradamus, que nunca han leído los textos originales sino la interpretación amarillenta de tabloides y de personas poco educadas, hasta los seguidores de la cábala judía que no poseen la más mínima información de ella, el anuncio del término de la vida ha sido recurrente, no sólo en nuestro periodo de vida sino a través de la historia. En particular recuerdo que en el año 1984 una secta cristiana anunció el cataclismo que acabaría con la humanidad. La novia de mi amigo Alex Feher, pertenecía a esta secta, y tenían por consigna reunirse en la ciudad de Nueva York para aguardar todos juntos el “Fin del Mundo”, a cuenta de que su dios los pudiera rescatar de la vecina calamidad. Alicia, éste era su nombre, pertenecía a una familia de clase media baja en la ciudad de México, y tengo muy presente que sus padres hipotecaron la casa y vendieron cuanto pudieron para poder adquirir los pasajes a la gran manzana en busca de la salvación. Lógicamente no se terminó el mundo y la familia de Alicia, como muchas otras familias que pertenecían a dicha secta, emprendieron el viaje de regreso a casa con una deuda fenomenal en sus haberes. Sus líderes religiosos, para justificar el desatino probado, salieron con el cuento de que su dios, en el último momento, había perdonado a la humanidad de sus pecados para otorgarnos una nueva oportunidad. 16 años más tarde, el fin del milenio sirvió para que las mentes más infantiles y superficiales, encontraran en la fecha del triple cero una nueva oportunidad para proclamar su alarmista designio del fin del mundo. Todos sufrimos, en más de una ocasión, a inoportunos propagadores del supuesto infausto, que armados con sus “panfletos sagrados” bajo el brazo, tocaban a nuestras puertas los domingos en la mañana para anunciar el fatal término. Aunque a decir verdad, lo que más preocupó a muchos en el fin del milenio, era el hecho de que algunas computadoras dejaran de funcionar ese año y se creara un caos en el flujo de la información. No fueron pocos los incautos que compraron nuevos ordenadores para evitar el supuesto cese de sus antiguos aparatos. Un negocio redondo para los fabricantes de computadoras y software. Pero ejemplos del supuesto fin del mundo abundan desde los principios de la historia en culturas tan disímiles como la griega o la azteca. Pasando por fechas calendáricas hasta eventos astronómicos como los eclipses, siempre ha existido en la mente del hombre el temible fin de los tiempos.
En una obra preciosa que vale la pena leer al menos una vez en la vida (La Rama Dorada), Sir James George Frazer hace un vasto compendio de centenares de estudios antropológicos de casi todo el mundo, y nos muestra cómo las creencias mágicas y las creencias religiosas han llevado a la humanidad a consideraciones poco acertadas de la existencia. En esta obra, encontramos creencias del fin de los tiempos en varias culturas, desde ejemplos de “Diluvios” –que no son exclusivos de la religión católica– hasta consideraciones cíclicas del fin del mundo como el de nuestros aztecas. Los aztecas pensaban que cada 52 años (una gavilla), que era el equivalente en su calendario de un siglo nuestro, el mundo podría llegar a su término. Así que durante los últimos cinco días, los días aciagos de los aztecas, aguardaban el final de los tiempos, manteniendo antorchas y fuegos prendidos para que los dioses les concedieran un nuevo periodo de vida. Otro ejemplo que nos ofrece Frazer, que tiene que ver con los eclipses reza de la siguiente manera: “Así como el mago piensa que puede hacer llover, del mismo modo imagina que puede obligar al sol a brillar, apresurar su marcha o detenerla. Los “ojebways” imaginaron que el eclipse significaba que el sol estaba extinguiéndose y, en consecuencia, disparaban al aire flechas incendiarias, esperando que pudieran reavivar su luz agonizante”. Cada cultura, a su manera, ha reflejado en su acervo el temor a un cataclismo que liquide la vida. Ahora en este tiempo de ciencia e información, hemos cambiado las historias destrucción mundial de los mayas y de los aztecas, por el temor a ser impactados por un asteroide que devaste el planeta, o bien por la posibilidad de que el núcleo de la Tierra cambie su polaridad y nos quedemos expuestos a la inclemencia de las emanaciones y radiaciones solares. En fin, sólo hemos cambiado a dioses y demonios por astros y mecánica cuántica. Pero de una forma u otra, la constante del temor del fin de la vida permanece en nuestro pensamiento colectivo. No creo que valga la pena apurarnos, preocuparnos por esta clase de temas, teniendo tantos pendientes inmediatos en nuestras vidas que son más importantes. No está demás el desterrar estas historias y creencias mágicas y religiosas alarmistas, y centrarnos en el día a día con nuestros cercanos y queridos. Los mexicanos en particular tenemos tantos temas pragmáticos capitales en qué ocuparnos para andar rondando y ocupándonos con historias y cuentos de destrucción a cargo de dioses y demonios.