La democracia, al menos en su forma más extendida, está fundada sobre una intuición poderosa: el acto de votar fortalece el tejido social al permitir que las voces ciudadanas se expresen en decisiones públicas. Nos parece natural que los asuntos de interés común deban pasar por el filtro de la participación masiva para asegurar que el gobierno refleje la voluntad del pueblo. Votar es, de algún modo, el ritual que valida el poder popular en las democracias modernas, una suerte de certificado que legitima las decisiones públicas y transmite una sensación de control ciudadano. Al votar, la ciudadanía no solo da su visto bueno a políticas y liderazgos, sino que también se implica emocional y cívicamente en el rumbo del régimen. Este compromiso personal en el proceso de selección de representantes o políticas es lo que se interpreta como un enriquecimiento de la vida democrática, ya que los individuos sienten que el rumbo del gobierno es, en cierta medida, también suyo. Suele decirse, así, que a mayor número de decisiones tomadas por medio de votaciones, más democracia.
No es difícil ver cómo la tradición de las votaciones se ha convertido en la piedra angular de muchas democracias contemporáneas. El voto parece equipararse a una suerte de contrato social que refuerza la idea de que un régimen verdaderamente democrático es aquel en el que los ciudadanos participan activamente en las decisiones que los afectan. Esta participación da cuenta de una legitimidad construida desde abajo, una suerte de respaldo a las instituciones, un compromiso mutuo entre gobernantes y gobernados. Incluso a nivel emocional, la votación crea una suerte de apego al régimen: cuando las decisiones son producto del voto popular, los ciudadanos sienten una pertenencia que va más allá de lo abstracto.
Sin embargo, este entusiasmo electoral puede ser cuestionado. ¿Es la votación, en realidad, la única forma de garantizar un régimen democrático? Imaginemos, por un momento, una democracia sin votaciones, donde las decisiones públicas no dependan del consenso de la mayoría a través de sufragios, sino de otro tipo de mecanismos. Pensemos en un régimen donde todas las decisiones públicas se toman mediante una combinación de deliberación ciudadana, representación rotativa o sorteos, y procedimientos automatizados que asignan cargos y decisiones a grupos de ciudadanos. Esta estructura podría parecer ajena al concepto habitual de democracia, pero es coherente con otra interpretación del término: la democracia entendida no solo como votación, sino como un conjunto de procesos de participación en los que los ciudadanos tienen igual peso y voz.
Este experimento mental nos lleva a distinguir dos sentidos distintos del concepto democracia. El primero, y el más frecuente, es el que la define como un régimen político, donde el poder se distribuye de manera horizontal, evitando su concentración en una sola persona o grupo. En esta acepción, la democracia es un sistema de equilibrios, limitaciones y representaciones que garantizan el respeto por los derechos de todos. El segundo sentido define la democracia como un método de toma de decisiones, en el que la votación es el medio más reconocido, pero no el único, para expresar y reflejar la voluntad de la ciudadanía. En este segundo sentido, la democracia es vista como un mecanismo particular para resolver conflictos y asegurar la equidad en la asignación del poder de decisión.
Si consideramos la democracia en su primer sentido, como un régimen en el que el poder es equitativo y la participación ciudadana es constante, queda claro que el voto es solo una herramienta más y no una condición necesaria. La única condición necesaria para un régimen democrático es la igualdad política, entendida como el derecho de todos los ciudadanos a tener una influencia equitativa en la toma de decisiones colectivas que afectan su vida en sociedad. La igualdad política no implica únicamente el derecho al voto, sino un acceso equitativo a todas las esferas de poder y participación, de modo que cada individuo, independientemente de su origen, posición social o económica, tenga la oportunidad de intervenir en los asuntos públicos en igualdad de condiciones. Esto significa que los mecanismos de participación, sean elecciones, deliberación, sorteo o cualquier otro, deben configurarse de tal forma que no privilegien a un sector o grupo específico por encima de otro, y que cualquier voz, sin importar su magnitud o frecuencia, pueda tener la misma relevancia y oportunidad de ser escuchada e influir en las decisiones que afectan a la comunidad. En este sentido, la democracia no se limita a un conjunto de procedimientos formales, como las votaciones, sino que se fundamenta en una estructura de justicia y equidad que garantiza que ningún ciudadano esté excluido de los procesos de toma de decisiones. La igualdad política establece el principio de que el poder no pertenece exclusivamente a una élite ni se concentra en las manos de unos pocos, sino que se distribuye de manera justa para permitir una participación continua y efectiva de todos los miembros de la sociedad. Por tanto, un régimen democrático puede existir sin elecciones, siempre que preserve este principio de igualdad política, pues este es el valor fundamental que hace que un sistema sea verdaderamente democrático.
Existen otros métodos que pueden garantizar el mismo espíritu democrático sin depender exclusivamente de elecciones periódicas. Así, este experimento mental desafía nuestra suposición inicial y abre la puerta a una democracia sin votaciones, en la que los ciudadanos siguen teniendo una presencia relevante y activa, pero su poder no se mide en votos, sino en otros medios de participación y deliberación.
Es cierto que en una democracia sin votaciones el régimen perdería algunos aspectos simbólicos que el acto de votar conlleva. No obstante, el sentido democrático podría permanecer intacto siempre que los ciudadanos continúen teniendo un papel activo en las decisiones y un acceso equitativo a los mecanismos de influencia. En este contexto, el voto se muestra como una herramienta simbólica, más que como una condición necesaria. Las decisiones serían tomadas en función de una interacción directa y continua de la ciudadanía con las instituciones, lo que le otorgaría un carácter democrático, aunque sin el elemento de la votación.
De este modo, es posible concebir una democracia funcional sin que cada decisión pública se sujete al sufragio. Lo que define a la democracia es la posibilidad de los ciudadanos de influir y participar en el proceso político, no necesariamente mediante la elección mayoritaria, sino a través de una participación sostenida y equitativa. Así, la votación es más un símbolo de democracia que su esencia. Es falsa la narrativa actual que nos dice que a mayor número de decisiones tomadas vía electoral, más democracia.