El abuso del poder no es cosa nueva. Bien lo sabían los alzados norteamericanos de las 13 colonias, luego llamados “Founding Fathers”, o bien los jacobinos revolucionarios franceses que derrocaron a la casa de Borbón en la Francia del siglo XVIII. Tal vez por eso la teoría de la división de poderes se enfoca desde los tiempos de Montesquieu en el problema de la concentración y el abuso del poder del Estado. Así, de acuerdo con el Barón de Secondat, se trataba de que el poder frenase al poder, de: “combinar los poderes, regularlos, temperarlos, hacerlos actuar, dar un contrapeso a cada uno de ellos para que pueda resistir al otro” (Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes, 1748).
Ya en el siglo XXI sabemos que la concentración del poder político o económico en unas pocas manos es en todo el mundo una causa notoria de injusticia y desigualdad. En el caso de México, baste mencionar, por ejemplo, que un solo hombre -el más rico de México- acumula tanta riqueza como el 51% de la población; aunque se podría citar otras muchas cifras y estadísticas sobre polarización del ingreso o sobre la desigualdad y marginación, donde las personas menos favorecidas no solo son la gran mayoría, sino que son a menudo las más afectadas por el abuso de poder y la corrupción. Por ello no sorprende el cinismo de políticos y plutócratas al servicio del interés privado, quienes olvidaron que al inicio de su mandato desintegraron la Corte de 21 ministros para imponer otra a la medida de sus intereses. Así, democratizar al ejercicio del poder, en el caso, al poder del estado tripartita (del que no tiene por qué excluirse a la rama judicial), se ha vuelto crucial para darle kratos al demos, como pedía un ahora clásico de nuestro tiempo.
Así puede verse el cometido principal de la reforma constitucional que fue aprobada recientemente con mayoría absoluta en el Congreso de la Unión (diputados y senadores) y luego en la mayoría de los congresos estatales, tal como la Constitución ordena para su propia reforma. Y no sobrará recordar que la iniciativa de reforma fue enviada en febrero pasado, pero que luego fue refrendada el 2 de junio pasado por casi 36 millones de votos (la mayoría), porque fue un compromiso explícito de la campaña de la hoy presidenta de la República. Y así funciona la democracia representativa, que constituye la base de nuestro régimen constitucional desde 1917.
Es cierto que el Estado mexicano no está solo en el desafío actual de limitar al poder, mismo que concita la abierta oposición conservadora de los poderes fácticos y de la alta burocracia judicial, porque el fenómeno se repite por cierto en otros países que nos son tan cercanos por diferentes motivos, como las Españas del régimen del 78 o los propios Estados Unidos de América, donde los jueces constitucionales retroceden en las libertades ya ganadas por esa sociedad anteriormente; solo por citar dos casos notorios entre muchos otros con desafíos análogos.
Así, por estos días ha sido evidente el caso de ocho ministras y ministros facciosos, de los once que integran al pleno de la SCJN, quienes actuando parcial e interesadamente (dado el evidente hecho de que son parte en la disputa), se resisten sistemáticamente a darle cauce institucional a la citada reforma constitucional, aferrándose a sus privilegios y abultadas nóminas que se pagan con recursos públicos. Era claro que las y los ministros no se iban a ir voluntariamente, porque a lo largo de la historia, los poderes fácticos influyen en los gobiernos para obtener todo tipo de beneficios y privilegios. Y si no, que le pregunten a la poderosa oligarquía patria. Y porque, además, cuando no logran influir en el gobierno, las oligarquías acuden al litigio a sabiendas de que serán favorecidos por jueces venales, prevaricadores o de consigna. Este fue el caso de muchas decisiones importantes en materia económica y política durante el sexenio anterior.
Dicho contexto explica por qué desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, se ha buscado evitar que los jueces se impongan sobre las decisiones mayoritarias que caracterizan a un estado democrático de derecho, dado el enorme riesgo de que algún poder del Estado se considere o se ponga a sí mismo por encima de los otros; lo que no es hipótesis, sino una realidad palpable a la luz de las setenta o más suspensiones provisionales que diferentes jueces y juezas de amparo han concedido en contra de la norma constitucional ya vigente desde el 15 de septiembre pasado; a sabiendas, dado que son peritos en derecho, que carecen de facultades y competencias para ordenarlas, simplemente porque el Juicio de Amparo es improcedente en contra de las normas constitucionales. Y así lo prohíbe taxativamente el artículo 61 de la Ley de Amparo. Dicha actuación de una “judicatura” autodenominada de “excelencia”; tanto como organizar y protagonizar “paros” de labores que causan pérdidas millonarias al erario público y molestias graves y violación de derechos de los justiciables, como también irrumpir en las sedes parlamentarias a la fuerza para amenazar, inhibir y causar destrozos, arrojan luz sobre el talante antidemocrático y autoritario de muchos empleados públicos de la judicatura, y es útil justo para confirmar la necesidad imperiosa de reformas profundas al Poder Judicial. Más aún: desde el foro y la práctica internacional, se considera desde luego inaceptable que los tribunales suspendan, paralicen o eliminen reformas constitucionales, especialmente cuando los jueces y las juezas se vuelven activistas políticos y pretenden proteger sus privilegios a costa de lo que sea. Por eso intentan, como último recurso in extremis, “espantar” con una supuesta “crisis constitucional” inexistente en los hechos.
Sabemos de cierto que históricamente y en especial durante los pasados años, la SCJN, los jueces de Distrito y los Tribunales Colegiados concedieron amparos o aprobaron reformas que favorecieron los intereses privados sobre los derechos colectivos de pueblos y comunidades, mientras que al tiempo frenaban o suspendían cambios que permitían mejorar el papel del Estado mexicano como rector (así lo ordena el artículo 25 constitucional) de la economía y regulador en el mercado. En muchos casos, de forma completamente arbitraria, ilegal e injusta. Es cierto también que no todas las decisiones de los juzgadores son ilegítimas o regresivas para el interés público, pero su cercanía con ciertos poderes fácticos ha frustrado importantes transformaciones sociales que, gracias al cambio de régimen en curso, ahora gozan de amplio consenso social. Por eso, no sorprende que algunos jueces y juezas encabezados por la ministra presidenta, recurran a tácticas desesperadas o ridículas para evitar cumplir con la misma CPEUM que en su día, al asumir el cargo, protestaron “guardar y hacer guardar”.
No cabe duda entonces de que la reforma constitucional que ordena la elección directa de jueces es legítima, además de legal. ¿Por qué entonces tanta preocupación de “los mercados” y de ciertos actores extranjeros que aquí ven mal lo que allá ven bien, o cuando el sistema de votación y/o evaluación ciudadana directa de la judicatura es usado desde hace décadas en países tan disímbolos como Bolivia, Japón o el propio vecino del norte?
Es muy cierto que el problema de la justicia o de la independencia judicial no se va a resolver solo votando por jueces y ministros, porque también es cierto que ello no eliminará de un día para otro una inercia corrupta de siglos ni la influencia opaca de todo tipo de actores y privados en el sistema judicial; pero al menos puede limitarla, obligando a los futuros jueces a legitimarse en el cargo, quienes deberán demostrar con cada sentencia su vocación de servidores públicos y su independencia ante los otros poderes del estado dentro de los límites constitucionales y ante una ciudadanía crítica y cada vez mejor informada.
Por lo tanto, la reforma constitucional que ordena la reforma del Poder Judicial no es una idea de partido o de facción, sino un ideal democrático de larga data, que tiende a procurar la mejoría en la impartición de justicia y a garantizar la autonomía y la independencia judicial. Es claro que un cambio así requerirá ajustes. Sin embargo, México asume un liderazgo claro en este tema, que será tal vez global.
El autor es jurista. Investigador Nacional (SNII-CONAHCYT).
@efpasillas