La paradoja del relativismo se expande hacia diversas áreas del pensamiento contemporáneo. Uno de los campos donde esta tensión se vuelve evidente es en el discurso político. En un mundo donde la diversidad de opiniones y creencias es celebrada como un valor fundamental, parecería que el relativismo debería fomentar un ambiente de diálogo y entendimiento mutuo. Sin embargo, como lo muestra el nuevo puritanismo relativista, este discurso se ha convertido en una trinchera que divide más de lo que une.
Los relativistas modernos, al igual que sus predecesores, sostienen que todas las opiniones son igualmente válidas. Esta postura, que en apariencia busca la inclusión, en realidad refuerza una dinámica de exclusión. Si todas las ideas son válidas, entonces ninguna merece un análisis profundo ni una justificación sólida. Lo que queda es un eco vacío de afirmaciones superficiales, donde el debate racional queda desprovisto de su valor. En este sentido, la igualdad que propone el relativismo conduce a una indiferencia intelectual que, lejos de enriquecer el diálogo, lo empobrece.
Otro ámbito donde el relativismo muestra su inconsistencia es en la educación. La formación de las futuras generaciones se basa en transmitir conocimientos validados por la evidencia y la experiencia acumulada. No obstante, el relativismo, al desvalorizar el conocimiento científico en favor de opiniones subjetivas, pone en peligro la capacidad crítica de los estudiantes. Si todo es igualmente válido, ¿qué sentido tiene estudiar y aprender? El relativismo conduce al antiintelectualismo, donde la experiencia personal se sitúa por encima del conocimiento experto.
Este relativismo de “dientes para afuera” también ha llegado a permear el ámbito de la cultura popular. En muchos casos, las opiniones personales, especialmente en redes sociales, son presentadas como verdades incuestionables. La autenticidad, entendida como la expresión sin filtros de las emociones y pensamientos, se ha convertido en un valor supremo. Sin embargo, esta autenticidad no está sujeta a ningún criterio de evaluación o justificación. La autenticidad relativista es egocéntrica y se convierte en una barrera para el entendimiento mutuo.
La ciencia misma, uno de los pilares del conocimiento humano, no ha escapado a los embates del relativismo. El llamado “nihilismo científico”, que rechaza la ciencia como una forma privilegiada de conocer el mundo, ha ganado terreno en ciertos sectores de la sociedad. Este rechazo a la autoridad científica ha alimentado movimientos que niegan la validez de teorías ampliamente respaldadas, como el cambio climático o la evolución. La paradoja aquí es que, mientras los relativistas reclaman tolerancia y apertura, terminan promoviendo la ignorancia y el rechazo a la evidencia.
A lo largo de la historia, los intelectuales relativistas han defendido su postura como una forma de resistencia contra el dogmatismo. Pero, como hemos visto, el relativismo actual se ha convertido en un dogma en sí mismo. Al afirmar que no hay verdades objetivas, niega la posibilidad de que cualquier idea, incluso la suya, pueda ser evaluada críticamente. Esto deja a los relativistas en una posición incoherente: predican la apertura, pero en la práctica se cierran a cualquier forma de crítica.
Los relativistas contemporáneos, en su afán de destruir cualquier jerarquía de conocimiento, han terminado por crear sus propias jerarquías. Estas jerarquías no se basan en el mérito de las ideas o en su capacidad para resistir el escrutinio racional, sino en la simple afirmación de la identidad. Este fenómeno, a menudo asociado con los movimientos woke, pone el foco en quién dice algo, no en qué se dice. Así, el relativismo promueve una visión tribalista del conocimiento, donde la verdad es determinada por la identidad del hablante, no por la fuerza de los argumentos.
La contradicción fundamental del relativismo actual es que, al rechazar la noción de verdad objetiva, termina por anular cualquier posibilidad de diálogo significativo. Si no existe un terreno común sobre el cual basar nuestras discusiones, todo se reduce a un choque de subjetividades. Esto es lo que ha llevado a la polarización extrema en muchos debates públicos, donde ya no se busca el entendimiento mutuo, sino la victoria ideológica.
El impacto del relativismo en la moralidad también merece una consideración especial. Al negar la existencia de valores universales, el relativismo fomenta una ética del “todo vale”. Esto socava los esfuerzos por construir sociedades justas y equitativas, ya que cualquier acción o creencia puede ser justificada bajo el manto del relativismo cultural o moral. Sin un criterio externo para evaluar nuestras acciones, corremos el riesgo de caer en un nihilismo moral que paraliza cualquier intento de progreso ético.
A pesar de estas críticas, es importante reconocer que el relativismo no es una postura totalmente carente de mérito. En su forma más matizada, el relativismo puede servir como un recordatorio de nuestra falibilidad y de la diversidad de perspectivas que existen en el mundo. Sin embargo, cuando se lleva al extremo, como lo hemos visto en el relativismo dogmático, se convierte en una traba para el pensamiento crítico y el avance del conocimiento.
El relativismo contemporáneo ha dejado de ser una postura filosófica que fomenta la tolerancia y el respeto por la diversidad. En su lugar, se ha convertido en un dogma que excluye la crítica y perpetúa la ignorancia. Es hora de que revaloremos las virtudes del objetivismo, no como un rechazo a la diversidad de opiniones, sino como un compromiso con la verdad y la razón. Solo así podremos reconstruir un espacio de diálogo genuino donde las ideas sean evaluadas por su mérito y no por quién las defiende.