Seis años después, el peligro para México quedó definitivamente conjurado por inexistente. No nos convertimos en Argentina, Venezuela o Nicaragua. Mucho menos en Dinamarca. ¿Somos los mismos de hace un sexenio? Difícilmente. Y habrá que reconocer ya muy cerca del final del gobierno de AMLO (quien sabe si de su papel como indisputado líder de un movimiento social y partido político), que el camino del presidente ha sido poco o nada ordinario, por decir lo menos, porque consiguió llegar al gobierno y transitar por él cobijado y respaldado por un amplísimo y mayoritario consenso popular. Así es el juego de la democracia electoral, guste o no a sus detractores. Sería mucho decir que tuvimos el gobierno de izquierda progresista que muchos esperábamos durante todos estos años, pero también será justo reconocer que el sistema político y la sociedad mexicana parecen ir por fin, después de una inacabable e inacabada transición, en el camino de un cambio social y político significativo, donde la vida pública cada vez lo será más. También habrá que reconocer que en sus inicios opositores AMLO y su movimiento eran inciertos y poco factibles. Casi una quimera política. El líder, aunque carismático, no venía de un clan empresarial, político, caciquil ni tecnocrático, no se apellidaba Larrea, Bailleres, Salinas o Del Mazo; pero lo logró, haciendo un asombroso viaje político desde su lejana y periférica Macuspana hasta el centro del poder y la representación política en México. Y lo consiguió sin contar con los apoyos y redes que otros políticos y empresarios tienen. En su trayectoria, aprendió bien y pronto cuáles son los límites del progreso social y la democracia cuando son cosas de “políticos” y de sesudos “expertos” desde el ágora de la telecracia. De su camino desde las entrañas del PRI-gobierno y luego como fundador de una corriente de oposición junto con otros destacados priístas como Muñoz Ledo o Cárdenas, supo pronto que las mayores debilidades del sistema político autoritario y de sus elites, partían de una simulación hueca y corrosiva, una legitimidad menguante y una corrupción endémica que al final de su propio gobierno, están lejos de haber sido erradicados de la vida pública. Fue así que sus atributos personales y políticos y una congruencia y austeridad de la que no gozan la mayoría de los y las políticas, lo fueron haciendo un líder creíble. Recorriendo México varias veces, conoció el país que pretendía gobernar y a sus muchas culturas y gentes como pocos o como nadie antes y permitieron que la sociedad conociera su proyecto de “regeneración nacional” con prioridad en los más pobres, que son aún hoy la mayoría social. Así, pudo movilizar a estas mayorías desposeídas y abrir la puerta a los tímidos e insuficientes cambios que hemos vivido durante seis años. Ya señalaba al respecto algún sesudo comentócrata, que ese sentido de la oportunidad de AMLO para ver las posibilidades y márgenes reales de cambio entre los amplios agujeros neoliberales de 50 años, fue y es una de las claves de su éxito político y electoral.
Así, ante un régimen estático y conservador, el triunfo pacífico de AMLO en 2018 dejó en estado de literal soponcio a la oligarquía política tradicional, a la intelectualidad orgánica y también a los hombres y mujeres más ricos de México, acostumbrados por décadas a que el gobierno no cuestionara sus intereses extractivos u oligopólicos, sino todo lo contrario. Tampoco se puede obviar el peso que la hegemonía extranjera ha tenido, sobre todo hacia el final del sexenio. Pero el resultado electoral culmina de muchas maneras el trabajo de décadas de AMLO. Y aunque aún queda mucho camino y grandes obstáculos, el fin del periodo de gobierno no es propiamente un final, sino el inicio de un proceso transexenal de cambio social y político.
Así que el sexto informe fue el más político de su mandato: argumentó partiendo de los capítulos más sentidos de la historia política nacional y se reafirmó en clave histórica, directa y popular de un estilo propio de gobernar. Irrepetible, para bien y para mal. En su discurso, es el pueblo el protagonista como sujeto histórico. Así, con poca o ninguna autocrítica, presume la mayor cantidad de logros y resultados sociales en la historia reciente; define al adversario y los problemas del país con originalidad y deja trazadas las grandes líneas de las guerras políticas y batallas por venir. Revira con soltura al gran hegemón sobre su indebida injerencia en temas como la reforma del poder judicial y la democracia con referencias incuestionables al filósofo político fundacional de ese país. Reconoció a la presidenta electa, enseñó su vocación didáctica con argumentos emotivos sobre la herencia cultural, la familia, el cambio de mando o la política de drogas impuesta en el norte global. No es suficiente, desde luego, pero al menos reconoció un grave pendiente que hereda al gobierno de su sucesora a pesar de sus múltiples promesas de campaña y de gobierno en un caso tan importante como el de Ayotzinapa. No dijo gran cosa, pero también deja impunes a muchos de los grandes intereses fácticos que han cometido por décadas tropelías comprobadas en amplios territorios y regiones del país. Los caciques mineros autóctonos y foráneos, por ejemplo. Tal vez la mejor parte de su discurso sea su interpretación de la aspiración democrática en México, pues dijo y repitió que “queremos kratos con demos”. Llamó, pidió y arengó a seguir con su proyecto político, el que aglutina a la multitud en una plaza pública entregada que lo despide con los más altos índices de aprobación en muchos sexenios, pero también con uno de los más altos entre los mandatarios del mundo. Tiene cintura política y humor hasta para asumir y aun revirar la ácida crítica de Marcos-Galeano. Es difícil saber en este momento cuál será su grado de influencia real en el gobierno de su sucesora, pero se esté o no de acuerdo con su trayectoria, gobierno y legado, su figura marca un hito en la historia contemporánea de México.
@efpasillas