La división de poderes que inventó o reconoció Montesquieu y que durante siglos hemos ido perfeccionando, parte de la idea de un auto-equilibrio, pesos y contrapesos, que el poder, tan desbordante y complejo de controlar, se da a sí mismo. Era fundamental en esta teoría que, ejecutivo, legislativo y judicial se mantuvieran separados sin interferir en sus funciones. Por eso, por ejemplo, cuando comienzan los conflictos de los administrados con el ejecutivo, para evitar que el judicial se entrometiera en los problemas de otro poder, los franceses inventaron el contencioso administrativo con sede en un tribunal que la propia administración pública creaba dentro de su estructura. Desde entonces, sabíamos que la división tripartita no era perfecta, por ello comenzamos a realizar otro tipo de contrapesos, ya sean internos o externos, que cada país fue ideando según sus propias necesidades.
Pero el poder corrompe, dice el dicho. Por sí mismo el poder busca su unificación, lo que es lógico pues un poder demasiado fragmentado deja de ser poder, pierde su esencia de control, dominio, imposición. Por ello, también a pesar de que la división de poderes cobraba vigencia en los siglos XIX y XX, vimos arrebatos que buscaban consolidar o maximizar el poder, como fueron los regímenes totalitarios que a pesar de no eliminar formalmente a los legislativos y judiciales, prácticamente los plegaron a sus órdenes, como lo hicieron en algunos otros países las dictaduras militares o partidistas.
Una versión moderada de esta imposición de los ejecutivos, es el presidencialismo de países occidentales como EUA o México, lo dijo desde varios años Weber en su célebre ensayo El político y el científico: “un Presidente elegido plebiscitariamente que dispone de todos los cargos actuando casi con entera independencia frente al Parlamento, dada la división de poderes establecida. De ahí que la propia elección presidencial sea la que brinda un valioso botín de prebendas y cargos, en calidad de premio por el triunfo”. En el caso de México, la fuerza presidencial radica además en la gran cantidad de recursos de que dispone, de la totalidad del presupuesto programado para el país, se destina solamente al poder ejecutivo federal cerca del 70% de todo lo recaudado (https://shorturl.at/mWDx1).
En este sentido, una de las características del presidencialismo mexicano, como lo señala Diego Valdés en su obra El control del poder, es justamente que el partido del presidente se pliega totalmente a sus órdenes: es claro, el partido oficialista en el congreso no se quiere quedar sin parte del botín y se cierra a las órdenes del ejecutivo, a cambio reciben: plazas, prebendas, concesiones, posibilidad de tomar o influir en decisiones administrativas y por supuesto futuro político, la eventualidad de escalar a otros puestos de elección popular, dentro de la administración pública o en el partido. Esto no es un secreto, y funciona exactamente igual, mutatis mutandis, para las entidades federativas y los municipios. Como comentario al margen, me parece que esta es la principal causa de la corrupción, el presidencialismo que estructuralmente permea en nuestra constitución y que ningún partido, cuando está en el poder (y todos lo han estado de una forma u otra) quiere acabar.
Una de las formas en que tratamos de contrarrestar el presidencialismo, es a través de la creación de agencias de calidad técnica que estén fuera de los tres poderes tradicionales y que, por esta razón, toman decisiones de naturaleza neutral (OCA’s u organismos constitucionales autónomos): primeramente fueron las universidades, pues no queríamos que el ejecutivo y su ideología metieran manos en la academia. Después apareció el IFE-INE este organismo ciudadanizado que se encargaría de las elecciones pues el partido hegemónico habría estado controlando por décadas el voto. Al parecer nos dio buenos resultados, y los legisladores comenzaron a ampliar el espectro de organismos autónomos: una SCJN en papel de tribunal constitucional, la CNDH, los tribunales agrarios y administrativos; el IFAI-INAI, la COFECE, el IFETEL, el Tribunal Electoral (que luego se ubicó dentro del PJF) el Coneval, el INEGI, y el INEE (que AMLO desapareció).
Además, creamos organismos extraños que no son formalmente autónomos, pero que tienen cierta libertad y no se ubican al cien por ciento de los tres poderes, sino que tienen una dependencia extraña, ya sea dotándolos de autonomía sólo presupuestaria o técnica o ambas: el consejo de la judicatura, la Comisión Reguladora de Energía (CRE) la Comisión Nacional de Hidrocarburos, el comité de participación ciudadana, la secretaría ejecutiva del SNA, por supuesto la ASF, y otros más, principalmente aquellos que denominamos descentralizados no sectorizados. AMLO, con su fobia a los OCA’s, creó uno disfrazado: Sistema Nacional de Mejora Continua de la Educación.
¿Muchas autonomías? Como decíamos al inicio del artículo, la génesis del poder es la unidad, la fragmentación del poder es por sí misma una contradicción, y ahí el presidente de la república sí tiene un punto, distintos autores han criticado a los autónomos que se volvieron un ejército. De esto platicaremos la siguiente semana.