“La Vida imita al Arte, mucho más que el Arte imita a la Vida”: Oscar Wilde
La lucha libre es un espectáculo que ha atraído a las masas, en nuestro y en otros países, y que ha catapultado a la fama y al estrellato a figuras que han marcado época y han trascendido fronteras lingüísticas y generacionales. A continuación, va el reto de enlazar esta disciplina con el análisis de otras luchas: las ambientales.
La semana pasada, tuve la fortuna de ser invitado a presenciar la lucha libre. Primera vez para mí, aun cuando de pequeño era asiduo de la Triple A (por televisión) y férreo aficionado del “Ídolo de los niños”. Siempre he sentido respeto por quienes se dedican a dicha actividad y una gran consideración por todas las personas que llevan comida a sus casas al participar de una u otra manera en las funciones. No me queda duda de que se requiere, además de condición física, una buena porción de talento, años de práctica en la técnica y, no sobra decirlo, dotes histriónicas. Porque, y es preciso decirlo, es un espectáculo pletórico de actuación y simulación que logra, bien guionado, mantener la atención del público capítulo a capítulo o, mejor dicho, caída a caída.
Por razones que escapan al presente texto, llegamos al recinto ya avanzada la velada, por lo que todavía no entraba en la convención, digamos, en el ambiente de las luchas, cuando el resto de la asistencia ya estaba entregada. Con genuino asombro veía que a mi alrededor la gente sufría y gozaba con acciones que me parecían evidentemente fingidas: luchadores que se acomodan en el piso para recibir el lance del contrincante (en lugar de quitarse), sillas que aparecen convenientemente en el momento cumbre del enfrentamiento, y hasta los momentos cómicos que, de tanto repetirse, son predecibles, por mencionar algunos detalles. Me dispuse a divertirme y relajarme, consciente de que estaba en presencia no de un deporte sino de un espectáculo respetable, pero al fin espectáculo.
Si bien pude efectivamente disfrutar de las acciones dentro y alrededor del cuadrilátero, no pude dejar de encontrar paralelismos con otras luchas. El detonante, curiosamente, no fueron los luchadores: fueron los réferis. Una máxima deportiva reza que un buen arbitraje pasa desapercibido; en la lucha libre, vemos la antítesis: personajes completamente protagónicos, que increpan al público que les demanda imparcialidad, que tienen claras tendencias y preferencias y, desde luego, que son excelentes actores. Cual si fuera una epifanía comencé a verles no como árbitros deportivos, sino como una metáfora de la función pública en materia ambiental: autoridades completamente protagónicas, que increpan a la ciudadanía que les pide cuentas, con claras tendencias y preferencias hacia los “rudos” de las inmobiliarias y, desde luego, con todo el aparato de la propaganda gubernamental para maquillar la simulación.
Mientras veía los espectaculares vuelos y las fabulosas llaves, recordaba distintas situaciones de deterioro del territorio que, con base en la simulación y una coreografía de lances y maniobras tan minuciosamente pactadas como excelentemente representadas, disfrazaban la pérdida de los servicios ambientales y la biodiversidad. Un caso que conocí fue el de una persona que, digamos, desarrolló vivienda popular irregular: compró un terreno en la zona periurbana, lo dividió y vendió los lotes, prometiendo que pronto llegarían los servicios públicos y alertando que esperar a ello era perder la oportunidad. La gente, que sabía perfectamente del esquema, compraba y fincaba inmediatamente, no fuera que volvieran a vender su predio (que sucedía). Una vez que se vendió un cierto número de “lotes” y que varias familias comenzaron a habitar el lugar, este “desarrollador” atento a las quejas, deploró que el gobierno no hubiese cumplido con su obligación y atizó a sus “clientes” a manifestarse frente a ciertas oficinas para hacer oír sus demandas. La autoridad, declarándose tan sorprendida como atenta, fue regularizando y llevando servicios públicos al asentamiento, al que visitaría de nuevo en temporada electoral. Así, mientras una parte simuló tener facultades de desarrollo urbano, otra parte simuló creerle mientras el árbitro simuló no darse cuenta de un asentamiento irregular entero. Y en ese vals de simulación, terrenos sin aptitud residencial fueron urbanizados.
Pero los ejemplos atraviesan el espectro sociodemográfico: me enteré de una situación muy similar, aunque no se trataba de humildes viviendas, sino de opulentas cabañas. En cierta área natural, en donde por el carácter de protección no se podía edificar, una parte vendía simulando que pensaba que sí se podía “desarrollar”, otra parte compraba y construía simulando que no sabía, mientras que, después de décadas de “desarrollos”, la autoridad, que simulaba no darse cuenta, muy sorprendida y, ahora sí, atenta al contexto decidió, como en el caso anterior, avalar lo abiertamente irregular, y con ello oficializar y validar el deterioro ambiental, edulcorándolo como la regularización de lo inevitable.
En ese tipo de guiones, que lamentablemente se repiten con distintos “luchadores”, vamos perdiendo derechos y servicios ambientales. En las luchas libres vemos hazañas; en las ambientales, tragedias. El arbitraje, que debería impartir justicia e imparcialidad, es a menudo parte o cómplice. Donde debería imperar el desarrollo urbano, se impone la especulación inmobiliaria; donde debería promoverse el ordenamiento ecológico, se propicia la inversión desordenada; donde debería haber estado de derecho y cultura de la legalidad, pulula la anomia y la cultura de la simulación. Por desgracia, la lucha ambiental no es sin límite de tiempo: las consecuencias de lo anterior, en la forma de sequías, inundaciones, socavones, por ejemplo, ya se presentan cada año. Dejemos, pues, la simulación para divertirnos en las luchas, y denunciémosla en la calle, en el bosque y en la sierra, cuando se trata de un delito ambiental.
Movimiento Ambiental de Aguascalientes, A. C.