Estimado lector de LJA.MX, en la ocasión anterior te hablé de Un viaje a Termápolis de Eduardo J. Correa, obra emblemática de las letras aguascalentenses. Hoy quiero comentarte de una novela del mismo autor, menos conocida pero igual de interesante: La sombra de un prestigio.
Fue publicada en 1931 por la imprenta “Patricio Sanz”, en Tlalpan, D.F. Cuenta con un texto introductorio de Correa, “Al lector”, y está dividida en dos partes. La primera tiene 17 capítulos, mientras que la segunda tiene 12 y un epílogo. En “Al lector”, el autor realiza dos advertencias: “Una que si buscas trama o enredo que mantengan tu ánimo en suspenso o emociones dramáticas que sacudan hondamente tus nervios, dobles la hoja y no te aventures en la lectura”; y otra, “no te des a pretender identificar a los personajes que aquí figuran, creyendo que son imágenes o retratos, pues con absoluta sinceridad te declaro que con sus propios nombres aparecen los que en realidad han existido, y que los otros, hijos son exclusivamente de la fantasía”.
Fiel a su compromiso de escribir sobre la provincia, esta novela también está ambientada en Termápolis (Aguascalientes), “en los postreros años de la penúltima década del décimonono siglo”. Correa manifiesta su intención de “hacer perdurables casos y cosas del terruño, impidiendo que la corriente del tiempo los arrastre y sepulte en los mares del olvido”. Objetivo que cumplió, pues hoy seguimos discutiendo sus obras, herencias culturales que contribuyen a la formación de una identidad propia.
La trama de La sombra de un prestigio gira en torno al rumor. La voz del pueblo comenta cualquier acontecimiento, por insignificante que parezca, para evadirse del aburrimiento que genera vivir en una ciudad tan sosegada como Aguascalientes: “En el tranquilo vivir de Termápolis, donde los días corren con serenidad de remanso, que en su clara superficie refleja la monotonía de las horas siempre iguales, haciendo evocar la rima becqueriana: Hoy como ayer, mañana como hoy, y siempre igual: un cielo gris, un horizonte eterno, y andar, andar… cualquiera nadería suele agitar la tersa superficie del arroyuelo con los vientos de la murmuración y los alisios del comentario”. Así, los sucesos que en otro lugar pasarían inadvertidos, son incluso celebrados en “la romántica ciudad donde el atisbo ocioso vive en acecho de la más vulgar pequeñez que rompa la uniformidad de la cotidiana existencia”.
Es la familia Bernáldez de Santiesteban la favorita del pueblo para rumorear. El patriarca, don Lorenzo, posee una “aureola de leyenda” por representar el ideal de la sociedad aguascalentense de la época. Había sido concejal, diputado, gobernador interino, director de la Escuela de Artes, profesor en el Instituto de Ciencias y en el Liceo de Niñas, magistrado, consultor de funcionarios civiles y eclesiásticos, presidente de las Juntas de Instrucción y Beneficencia y de los Consejos de Administración en Bancos y Compañías… Rico de abolengo, instruido en la capital, con amplia cultura, conducta intachable, carácter afable y maneras distinguidas. Su influencia en Termápolis era definitiva y “nada se hacía sin su acuerdo”.
Sus cuatro hijas -Sara, Rebeca, Raquel y Esther- gozan de la misma reputación que su padre, pues “la crónica local se deshacía en ponderaciones al hablar de aquellas niñas” y “nadie ponía en duda el rosario de cualidades que se les atribuían, aunque a nadie tampoco se le hubiese ocurrido comprobarlas”. Este es el punto clave de la novela, el cómo la voz del pueblo va creando ficciones sobre los personajes de Termápolis, importándole poco qué tan cercanas son a la realidad. Quien ilustra mejor que nadie lo anterior es el hijo de don Lorenzo, Moisés, nuestro protagonista. Sobre él recae la sombra del prestigio, misma que se va develando conforme avanza la historia.
El responsable de perpetuar el nombre de los Bernáldez de Santiesteban, al terminar sus estudios preparatorios, “diciéndose en todas partes que habían sido brillantes, aunque a nadie le constara”, fue enviado a Guadalajara para realizar los cursos profesionales y se graduó como ingeniero, regresando después al terruño para agitar las aguas calmas de la sociedad hidrocálida. Todos comentaron su llegada, curiosos por conocer más del heredero de don Lorenzo.
Las mujeres solteras buscaban acercarse a Moisés, considerándolo el mejor partido posible. Los hombres, envidiosos, veían en él a un digno oponente. No obstante, el narrador lo describe como “un individuo pesado y tosco, con aspecto de paquidermo”. En cuanto a su carácter, un amigo íntimo suyo, Luis Romero, personaje de tipo pintoresco, exhibe que Moisés “siempre andaba en trapicheos amorosos, no faltando en los bailecitos de medio pelo ni en las tertulias de guitarra y tequila”. A la conducta indecente se le suma “lo escaso del cacumen, porque eso del talentazo que le atribuyen es pura fábula”. Sin embargo, la generalidad provinciana no dio crédito a las habladurías de Romero.
Aparece, entonces, un personaje interesantísimo: Lolita Mendieta. Ella es la afortunada que logra captar la atención del joven, hecho que ¡por supuesto! corrió de boca en boca. Pero “cuando más empeñada estaba la murmuración comadrera en el arreglo del matrimonio, que se juzgaba ineludible, la envidiada novia le proporcionó el gran desconcierto y la magna sorpresa de desdeñar los amores del acaudalado pretendiente”. ¡El escándalo que provocó semejante desdén! La voz del pueblo juzgó de loca a la muchacha por rechazar “al insigne vástago de don Lorenzo Bernáldez de Santiesteban”.
Más grande fue el desconcierto cuando se enteraron que la razón detrás de la negativa era que Lolita estaba enamorada de Benjamín Durán, apodado por todos como el “extraño”. Éste “tenía diferencias de carácter con la generalidad de los jóvenes, pues era de pocos amigos, no gustaba de las raras distracciones que había contra el aburrimiento, y prefería la soledad romántica del jardín de San Marcos” y estaba “en compañía siempre de algún libro”.
“No cabe duda -se decía la turba-; Lolita Mendieta ha perdido el juicio. Rechazar posición, linaje, riqueza, porvenir, felicidad… ¿y por quién? Por Durán, un extravagante, un soñador, que se pasa la vida leyendo o escrutando el firmamento, como si quisiera descifrar el mentir de las estrellas…”. Lolita permaneció imperturbable ante las críticas severas y cuando la interrogaron sobre la razón de sus preferencias, por qué quería a Benjamín, “dio una contestación breve, lapidaria, contundente, que constituía un inri puesto como afrenta sobre toda una juventud ignorante y un pueblo sin intelectualidad: Porque lee, porque piensa…”.
Sólo otro personaje, Elvira Gámez, comparte la opinión de Lolita Mendieta sobre Moisés Bernáldez de Santiesteban: “Que hizo bien en rechazar a Moisés; que no es codiciable un individuo sin personalidad, que como único mérito ostenta un prestigio ajeno”. A través de estas dos figuras femeninas, Correa emite un juicio sobre ese pueblo ignorante que idolatra a un personaje sólo por ser el hijo de alguien y tacha de “extraño” a otro porque gusta de la soledad y la lectura.
No obstante, la opinión de los termopolisenses sobre Benjamín Durán cambia cuando éste resulta ganador de un concurso literario a nivel nacional: “el secretario del Jurado Calificador avisaba a don Benjamín Durán que su composición poética ‘Nido de Águilas’ había obtenido la flor natural y que su cuento corto de costumbres mejicanas, ‘La Fiesta de las Espigas’, había merecido el primer premio, felicitándolo calurosamente por éxito sin precedente”.
Ante tal acontecimiento, Durán se considera por fin digno de profesar su amor a Lolita Mendieta e inician el noviazgo. No obstante, al ir a México a la premiación, se le presentan oportunidades laborales que decide no rechazar. Ahí, el joven literato construye una carrera prolífica con base en el trabajo, la honradez y la inteligencia.
Por otro lado, Moisés, al ver su orgullo herido con el rechazo de Lolita y el inesperado éxito de Durán, decide hacerse de una novia para evitar las malas lenguas. Tras un minucioso análisis, se inclina por las hermanas Gámez: Clarita y Elvira. Pero Elvira, como ya se vió, no se deja engañar por su “prestigio” y aconseja a su hermana a ser cautelosa: “Tal y como deben verse, sin romanticismos empalagosos ni actitudes patéticas. Tratándose de hombres, lo primero es que gusten; pero lo principal es resolver después si convienen. El enamoramiento vendrá más tarde, cuando se vea que son merecedores de cariño”. El matrimonio es el negocio más serio, agrega, porque es el de toda la vida. Sin embargo, Clarita no piensa así y cede fácilmente a los encantos de Moisés.
La primera parte finaliza con el casamiento de Lolita Mendieta y Benjamín Durán, tras un par de años, y con el de Clarita Gámez con Moisés Bernáldez de Santiesteban. La segunda parte ocurre muchos años después y el narrador explica cómo Aguascalientes se vio afectada por el paso del tiempo: “Más lo cierto es que la corriente inmigratoria que la ciudad recibiera, al instalarse en ella los talleres de los ferrocarriles, tuvo mayor trascendencia en la modificación de sus costumbres, que las violencias y las medidas drásticas de la revolución (mexicana), y que a pesar de unas y otras, la fisonomía de Termápolis se había mantenido casi intacta, y ésta seguía siendo la urbe pobre y triste, arrebujada en mantos de silencio, plena de misterioso hechizo en su romántico abandono y refractaria a toda innovación, satisfecha de su franciscana humildad”.
El tiempo también le dio la razón a Lolita Mendieta. Benjamín Durán, además de ser reconocido como escritor, se aseguró una buena posición económica al incursionar en los negocios. Mientras que Moisés siguió viviendo de la fama de su apellido, sin rendirle honor con méritos propios. Porque “los apellidos no tienen más lustre real que el que les comunican las personas que las llevan. D. Lorenzo hizo honor al suyo; pero no pudo pasárselo a su hijo, que lo ha lucido como un elefante pudiera llevar una perla”.
Conocemos a los hijos de ambos matrimonios, educados de acuerdo a la ideología de sus padres. Vemos cómo las decisiones de Moisés, como padre y esposo, terminan por llevar a su familia a la ruina. Su mujer, Clarita, representa la abnegación total, aceptando su sufrimiento y entregándose a la fe cristiana que el mismo Correa profesaba. Tras perderlo todo, incluida la “aureola de leyenda” que tenía la familia Bernáldez de Santiesteban, y muerto el patriarca, don Lorenzo, con el que inició todo, Moisés finalmente reconoce su error. Y Clarita le habla claro: “Viviste siempre en éxtasis ante la figura noble y austera de tu padre, ajeno a las crueldades de la lucha por la existencia, acogiéndote a la sombra de su prestigio, como amuleto milagroso que te cobijaría siempre contra la desventura, que te protegería en cualquier trance abriéndote los caminos del éxito…”. Pues “la sombra de su prestigio te tuvo en la penumbra de un eclipse perpetuo, corroyendo, borrando tu personalidad. Lo que supusiste tu égida, fue tu perdición. No supiste hacer tu vida y ahora te angustias falto de fe”.
Eduardo J. Correa con La sombra de un prestigio realiza una crítica a la idolatría ignorante, que enaltece a personajes mediocres sólo por el apellido que tienen. En cambio, aplaude a quienes con méritos logran el reconocimiento. Asimismo, evidencia el protagonismo del rumor, del chisme, en el cotidiano vivir de la provincia. Pues, al final, resulta cierto el dicho: pueblo chico, infierno grande…