¡Oh amigos, no estos sonidos, entonemos otros más agradables y más alegres!
Friedrich von Schiller
Hay obras musicales cuyos estrenos están marcados por el fracaso, por la polémica, o por el éxito. Vienen a mi mente en este momento algunas obras cuyos estrenos fueron históricos, recuerdo en este momento el estreno de la Consagración de la Primavera de Igor Stravinsky el 29 de mayo de 1913 en el Teatro de los Campos Elíseos de París, polémica desde su origen. Dentro de los fracasos más sonados podemos recordar el doloroso estreno del Concierto para Violín de Tchaikovsky, que tuvo comentarios tan desagradables como injustos, recordemos que el cruel y malintencionado crítico Edward Hanslick lo llamó “largo y pretencioso”, agregando después que “nos puso cara a cara con la repugnante idea de que la música puede existir para heder el oído”. Algunas sinfonías de Anton Bruckner sufrieron también la incomprensión. Pero dentro de la lista de los grandes éxitos la noche de su estreno, hay dos obras que se vistieron de gloria, una es la Sinfonía No.8 en mi bemol mayor de Gustav Mahler conocida como la Sinfonía de los Mil y estrenada la noche del 12 de septiembre de 1910 en Múnich, Alemania. La otra sinfonía cuyo estreno hoy ya es parte de la historia es la Sinfonía No.9 que vio la luz pública la noche del 7 de mayo de 1824, es decir, hace doscientos años.
El Op.125 de Ludwig van Beethoven es una obra que representa muchas cosas más de lo que estrictamente significa el valor musical que tiene esta sinfonía en re menor. Se trata de una contundente y sólida declaración de principios de lo que es el romanticismo, la novena es el más grande y sublime documento que define el perfil más estricto del romanticismo. Al mismo tiempo entendemos que, a partir de la Novena, el artista romántico sabe que no es en realidad el hijo de la Revolución Francesa, es, en todo caso, el huérfano.
El fracaso temprano, o quizá debemos decir, el desengaño temprano de los ideales de la Revolución en los que muchos, Beethoven entre ellos, creyeron y se sentían identificados y representados, los hicieron sumergirse en las insondables profundidades de su propia intimidad y atrincherarse ahí, en sí mismos, entendiendo que ese era su lugar seguro donde se protegían del mundo real.
En efecto, la Novena, -y hay que entender que cuando decimos la Novena, no nos referimos a otra que no sea la de Beethoven, no obstante, hay grandes novenas, como la de Bruckner, la intensa y profunda de Mahler, la de Dvorak conocida también como la del Nuevo Mundo, la llamada Grande de Schubert-, esta novena, la de Beethoven, representa el reencuentro con lo más íntimo del ser humano, es un careo con su identidad original, es la reivindicación con su natural dignidad, representa la reconciliación de los valores que nos definen como seres humanos. Beethoven acompaña las profundas palabras de Friedrich von Schiller en su An die Freude, Oda a la alegría en español, con su sublime música, así el divino sordo nos lleva de la mano en ese recorrido por las líneas de Schiller y las palabras adquieren un mayor sentido al deslizarse sobre la música del genio de Bonn, pero Beethoven agrega algunas frases de su inspiración: “Alegría, hermosa chispa de los dioses, hija del Eliseo. Entramos, oh celeste deidad, en tu templo, ebrios de tu fuego. Tu hechizo vuelve a unir lo que el tiempo separó. Los hombres son hermanos, allí, donde reposan tus suaves alas”. Y después de esta aportación del maestro, el texto de Schiller continúa: “¡Abrácense millones de hermanos! ¡Que este beso envuelva al mundo entero! ¡Hermanos, sobre la bóveda estrellada habita un Padre bondadoso! ¿Flaquean, millones de criaturas?, ¿Presientes, oh mundo, a tu Creador? Búscalo en la bóveda celeste, ¡Sobre las estrellas ha de vivir!”.
Imagino aquel momento, uno de los más grandes en la historia de la humanidad, ahí estaba Beethoven, ajeno a todo, sumergido en su partitura intentando seguir su obra, y a sus espaldas la inmensa ovación, el público emocionado, algunos llorando y agitando pañuelos blancos, y el maestro de espaldas, en silencio, sin darse cuenta de lo que ocurría, hasta que la contralto, Caroline Unger, una de las solistas aquella noche mágica, toma al maestro del brazo y lo voltea de frente al público, nos dice la historia que Beethoven solo hizo una discreta reverencia mientras el Kärntnertortheater, o Teatro de la Puerta Carinita se le entregaba en una ovación sin precedentes. Sabemos que el público lo aclamó de pie haciéndolo regresar al escenario cinco veces en medio de una ovación que hoy ya es histórica, y según la crítica del momento: “el público recibió al héroe musical con el mayor respeto y simpatía, escuchó sus maravillosas y gigantescas creaciones con la más absorta atención y prorrumpió en jubilosos aplausos, a menudo durante las secciones, y repetidamente al final de las mismas”.
Por cierto, como dato curioso, el compositor Johannes Brahms siempre se sintió opacado por la sombre del gigante, como solía referirse a su admirado Beethoven, el director de orquesta Hans von Bülov dijo en 1877 que la Sinfonía No.1 de Brahms bien podría ser la décima de Beethoven, o alguien más comentó que el Concierto para violín de Brahms era el mejor…después del de Beethoven. Curiosamente, Brahms Nació el 7 de mayo de 1833, pero esta fecha, 7 de mayo, será recordada por ser el estreno de la gloriosa novena, y no por el nacimiento de otro genio inmortal, y así otra vez Brahms, injustamente, sin duda, es opacado por la sombra del gigante.