Ayer se cumplió un aniversario más, el CXXV, de la trágica, dramática y patética supuesta muerte del Caudillo del Sur, del Atila del Sur, del gran jinete y revolucionario Emiliano Zapata Salazar.
“Víctima” de un chantaje de tipo laboral directamente relacionado con su investidura militar, Jesús Guajardo tuvo que cumplir con la terrible y peligrosa encomienda obligado por Pablo González.
Agudamente astuto, diseñó la estrategia. Fingiría rendimiento al ejército zapatista, regalaría un cuacazo alazán a su comandante y le invitaría a comer en la hacienda de Chinameca para, posteriormente, discutir el plan de las próximas diligencias ya en conjunto. Ahí mismo, durante la construcción de la hacienda morelense, Zapata había laborado como arriero.
Y hasta allá fue el “Centauro de Anenecuilco” a estrecharse con su suerte. Era la mañana del 10 de abril de 1919; e imponente, montando el cuacón que un día antes le había obsequiado el diseñador del patíbulo, y acompañado con diez elementos que formaban su escolta, penetró al gran patio de la hacienda. Un sonido de clarín atronó en el aire; de momento, Zapata y sus jinetes pensaron que se trataba de honores militares que dedicaban a su llegada; sin embargo, era la señal para que los elementos que estaban apostados, unos en el techo y otros en el piso, descargaran una bárbara catarata de balas sobre aquel ingenuo conjunto.
La mayoría de las gibas pegaron en sus objetivos. Jesús Chávez, uno de los hombres de gran confianza de Zapata, pudo sacar al “As de Oros”, el célebre corcel ya acotado en rayas anteriores. Siete balazos recibió el alazán, empero sobrevivió al atentado y, años después, Chávez se lo obsequió al General de División Francisco Mendoza Palma (Martín del Campo Rodríguez Sergio, Hasta la mota, la enciclopedia de la charrería explícita; inédita).
Investigaciones posteriores, muchos años después del sangriento acontecimiento, varios periodistas desembocaron en la conclusión que Zapata no había sido el que murió aquella fecha. Un compadre de él, muy parecido físicamente, fue quien protagonizó y sufrió el tremendo episodio que en más de tres modos cambió la historia de la lucha del centauro morelense.
El cadáver expuesto tenía completa la mano derecha, mientras Zapata había perdido el pulgar al amarrar a cabeza de silla; el cuerpo sanguinolento e inflamado del rostro, no presentaba un lunar formando una “mano” cerca de una de las tetillas, que Zapata tenía como marcada característica; aquel finado tampoco tenía la cicatriz en una de sus piernas como consecuencia de una cornada que sufrió en un jaripeo… Tal parece que el formidable jinete y carismático líder había olfateado la emboscada…
Desde el momento mismo en que se supo que Zapata había sido asesinado en Chinameca, surgieron dudas entre su gente; la mayoría afirmaba que no era aquel cadáver el de su apreciado jefe. Fue entonces que una escolta de soldados federales, hicieron formar una interminable fila para que uno a uno fueran “dando fe” de la muerte del guía.
Los primeros en observar el cuerpo, negaron la autenticidad del mismo. En cruel, despiadada y radical acción, eran fusilados. Víctimas del terror, los demás, para salvarse de la muerte, asentaron que sí se trataba de Zapata…
Gravitan varias tesis referentes a la supuesta verdadera suerte del moreno revolucionario. Una de ellas es que se fue a Arabia ayudado por un compadre que tenía y que era originario de aquel país. Efectivamente, en las filas del Ejército del Sur, cabalgó un árabe llamado Moisés Salomón, quien había nacido en Ekret, pueblo asentado en las fronteras de El Líbano, y por azahares de la vida llegó a Nuestro país y se sumó a las filas zapatistas (López González Valentín, Los compañeros de Zapata; Gobierno del Estado de Morelos, primera edición, México 1981, pág. 245).
Para desilusión de los que creen en el actual sistema ejidal, Zapata nada tiene que ver con su podrida formación. Lo que pretendía el Caudillo del Sur era, que, en base a documentos legales firmados por autoridades competentes durante la colonia, devolvieran las tierras a sus originales dueños, mismas que habían sido robadas, principalmente por capitalistas del ramo azucarero.
El proyecto original de repartición de tierras que se expandió a nivel nacional gracias al movimiento maderista, era muy otro al que se aplicó en los años posteriores y que constituye la mayor traición que se le ha hecho al campo mexicano: el ejido, causa principal de la pobreza de México.