La calle en la que vivo está en la orilla de uno de los nuevos fraccionamientos de Aguascalientes, después del tercer anillo, por la carretera que lleva a San Luis Potosí. El fraccionamiento tendrá, cuando mucho, cuatro o cinco años que comenzó a ser habitado, los primeros que llegaron al grupo de casas encontraron calles limpias, bien planeadas y la certeza de que todo iría bien sustentada en la construcción de una escuela primaria y un kínder, la existencia de transporte urbano, el funcionamiento de todos los servicios. Un buen lugar para vivir. El inconveniente mayor consistía en la sensación de estar lejos del centro, de vivir en las afueras, pero esa podía disolverse con el tiempo.
Después todo se descompuso, la calle en que vivo se transformó en un lugar poco seguro. No es que hubiera cambiado de un día a otro, es sólo que la costumbre tiende un velo sutil en la mirada y se dejan de notar los cambios: las paredes amanecen llenas de grafiti, cada vez más perros callejeros, el aumento de pepenadores que vacían los contenedores dejando afuera la basura, la falta de luminarias, el ruido constante que no es el de los niños jugando sino el de los autos jugando carreras, los comercios rodantes que a todas horas anuncian sus productos, el aullido constante y cercano de las patrullas.
La descomposición fue lenta y comenzó con los primeros asaltos. En la calle en que vivo la mayoría de las casas está habitada por gente que sale a trabajar desde temprano y regresa ya entrada la noche, los ladrones aprovechaban la ausencia para saltarse por las azoteas, romper cerraduras. Entonces las casas comenzaron a afearse por necesidad, ahora las puertas y ventanas tienen barrotes, algunas de ellas parecen jaulas, todo espacio por donde pueda entrar alguien fue cancelado por los herreros que hicieron su agosto vendiendo “protecciones”. A pesar de ello, en los últimos tres años no ha pasado un mes sin que nos enteremos que han robado alguna de las casas de la que calle en que vivo, a la nuestra han entrado dos veces, a la del vecino cuatro. Nada basta para detener el saqueo, una mañana despertamos con la noticia de que alguien se había robado todas las llaves de agua, un vecino explicó que las arrancaron en la madrugada, como son de cobre las juntan y las venden por kilo.
En un principio se culpaba a quienes viven del otro lado, donde está un barrio bravo, a los maleantes les basta caminar unos cuantos metros y entrar a nuestras calles, entonces había que cuidarse de los extraños, de quienes cruzaban esa avenida con actitud sospechosa. De nada sirve llamar a la policía, ya se sabe la respuesta, primero se disculpan de mal humor porque jamás llegan a tiempo, dicen que tienen que patrullar varios fraccionamientos; cuando se les pide ayuda porque acaban de asaltar una casa, informan diligentes que si el robo no es mayor de 15 mil pesos no vale la pena ir a perder el tiempo con una denuncia.
No todo lo que afea la calle en la que vivo viene de fuera, nosotros mismos transformamos un espacio residencial en un mercado, la necesidad ha hecho que las casas se conviertan en tienditas, papelerías y fondas, invadimos las banquetas con puestos de chaskas, dulces, tamales. En la esquina se instaló un taller mecánico que, por supuesto, emplea la calle para realizar los arreglos a los autos. La crisis, supongo, nos enseñó la peor forma de apropiarnos del espacio público.
Y sin embargo, era un lugar habitable, sin necesidad de retenes que cercaran las casas. Hasta hace unos días en que el paso de gente sospechosa comenzó a aumentar, no sólo hombres caminando en la noche con las manos en los bolsillos, mirada huidiza y rostro encubierto por las capuchas de las sudaderas, también un tránsito mayor de autos, a todas horas.
Alguna vez un taxista se burló de mi ceguera, por no haber visto que a unas cuantas cuadras de la calle en que vivo había un expendio de droga, que las dos muchachas famélicas que pasean sus miserias en la acera son prostitutas y vendedoras; ahora esas muchachas están en mi calle, son mis vecinas, horas antes de escribir estas líneas, las miré beber cerveza afuera de la casa con el número 123.
El número 123 de la calle en que vivo es una casa parecida a la mía, desde afuera es difícil señalar la diferencia con otras, sólo quien mire atento descubrirá que tiene los cristales rotos, que se roban la luz, que les han cortado el agua; hasta hace unos días esa era una casa no habitada, hoy hay movimiento todo el día, detrás de las sábanas sucias con que cubrieron las ventanas están los invasores.
En esa casa tomada venden droga. Los invasores la transformaron en un expendio, lo que explica el tránsito de los automóviles que no pertenece al fraccionamiento, el ir y venir de tanto sospechoso, “cholos” le dicen mis vecinos.
La policía pasa todos los días a distintas horas, pero no se fijan en lo que ocurre en el 123, sólo una patrulla se detiene y el conductor platica amigable con uno de los invasores; no es difícil creerle a uno de los vecinos que cuenta la siguiente versión sobre el arribo de los “cholos”: Se los trajeron los policías, los sacaron de una casa del otro fraccionamiento, una que también habían invadido, pero cuando los cacharon, se los trajeron a esta. Primero intentaron en el 111, que también está deshabitado, pero cuando los vi forzando la puerta les dije que les iba a echar a la policía y se fueron, pero unos días después ya estaban adentro del 123, ellos mismos dicen que llegaron con permiso de los policías.
En la calle que vivo unas prostitutas famélicas beben cerveza afuera del 123, comparten la fiesta con los “cholos” que invadieron esa casa. Los vecinos no saben qué hacer, cómo organizarse, qué firmamos, qué hacemos, a quién acudimos. Ya han hecho lo posible sin arriesgar su seguridad, ya dieron aviso a la policía, pero ha sido inútil. Antier se robaron una camioneta, la encontraron desvalijada al otro lado de la avenida. A tres autos más ya les quitaron la batería, alrededor del 123 se va formando una especie de hoyo negro, los niños ya no juegan cerca de esa casa, los que pasamos por ahí volteamos la mirada para no sufrir las consecuencias, la amenaza.
¿Qué podemos hacer?, dice una vecina y su pregunta está cargada de miedo a que los invasores sepan que fue ella (o cualquiera de nosotros) quien denunció y entonces sufra las represalias. Yo no tengo respuesta, me quedo callado, prefiero el silencio a hacer una broma estúpida, porque lo único que se me ocurre es mandarla al cine, a cualquiera de las 54 salas de Organización Ramírez, a que vea un spot de un minuto y medio sobre el tema de la seguridad, ese en que el presidente municipal de Aguascalientes se gastó un “ahorrito” de 300 mil pesos. Lo evito, no se va a reír, a mí tampoco me causa gracia que el Señor de los Puentes tire el dinero a la basura en promover su imagen perdedora. Pienso en lo que se puede ofrecer a la ciudadanía, a mis vecinos, con 300 mil pesos, en lo que significa esa cantidad si se invierte en brindar seguridad. No, no nos vamos a reír.
Es tarde cuando escribo estas líneas, en la calle que vivo sigue la fiesta en el 123 sigue, hasta mi ventana llegan las risas de los invasores, se carcajean mostrando todos los dientes, igual que la sonrisa satisfecha de Gabriel Arellano cuando festeja la inauguración de otro puente.
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