Aguascalientes, octubre de 1914. Antonio Díaz Soto y Gama estruja la Bandera Nacional con tanto vigor que está a punto de romperla; fúrico, enfrenta a los asistentes a la Convención Revolucionaria, desde la tribuna los provoca diciendo que es sólo un trapo que poco vale. Díaz Soto y Gama se lleva la mano a la bragueta para culminar el numerito orinando sobre el Lábaro Patrio. Se lo impide el corte de cartucho de centenares de armas; los revolucionarios que no están dispuestos a que nadie, absolutamente nadie, ofenda los colores y escudo nacionales.
Así me contaron la historia, de forma tan efectiva que todavía hoy puedo imaginar a ese demonio en el estrado dispuesto a orinarse en la Bandera Nacional. Pero eso es mentira, lo que en realidad hizo el consejero de Emiliano Zapata fue quejarse del espectáculo patriotero, porque en el Teatro Morelos los jefes revolucionarios estampaban sus firmas sobre el estandarte. Díaz Soto y Gama dijo: “jamás firmaré sobre esta bandera. Estamos aquí haciendo una gran revolución que va expresamente contra la mentira histórica, y hay que exponer la mentira histórica que está en esta bandera”; explicó que la palabra de honor “vale más que la firma estampada en ese estandarte, ese estandarte que al fin de cuentas no es más que el triunfo de la reacción clerical encabezada por Iturbide”; fue cuando intentó romperla, pero no pasó a más.
Cuando trato de entender el motivo por el cual mi maestra exagerara tanto esa historia, la justificó concediendo a su interés por inculcarnos el amor que se debe a los símbolos patrios. Compartir, explicar asuntos tan abstractos como qué es la Patria no es asunto sencillo, de ahí el reduccionismo, preferir la estampa memorable de un villano ultrajando los símbolos a una reflexión que obligara a al alumno a reconocer que la Patria es algo más, mucho más, que la solemne morena entrada en carnes que aparecía en los libros de texto gratuito de ese entonces.
La Patria, recuerdo que me decían, es el territorio de la República Mexicana y todo lo que está en ella. Ser mexicano, más que un azar del destino, era un designio divino que se encargaba de dotar de soldados a la nación, dispuestos a defenderla en caso de que las plantas de Masiosare, ese extraño enemigo, se atreviera a profanar sus suelos.
Ahora que el apocalipsis no va a llegar, cuando sabemos que la influenza humana es una enfermedad curable y se nos ha ido de las manos la posibilidad de ocupar la primera fila en el show del fin de la humanidad, el aburrimiento lleva a buscar el desquite, y qué mejor que la defensa de lo mexicano, vamos a tensar la fibra íntima, despertar el Juan Escutia que todos llevamos dentro y quejarnos virulentamente de la ofensa que recibimos de los Masiosares del mundo, esos que le quieren poner “mexicana” a la influenza AH1N1, levantemos nuestro puño para mentar la madre contra todos los chinos porque a unos pobrecitos mexicanos (siempre los pobrecitos de nosotros) los maltrataron y encerraron en un hotel, solemnes le pintaremos violines a las naciones que han cancelado sus vuelos, a las que cierran sus fronteras. ¡Mexicanos al grito de guerra!
Así, sin pensar, con el impulso que otorga defender a la manada, se aplaude el enérgico tono de Felipe Calderón en su mensaje. Se asiente con vigor empático el que Marcelo Ebrard les recuerde a los otros pueblos el mal manejo de situaciones similares a esos extranjeros que hoy nos dan la espalda. Se sonríe empático ante la cauda de declaraciones de los políticos que toman esa bandera y expresan que nosotros, los mexicanos, no merecemos ser tratados así.
¿De veras?, es decir, ¿en serio? La queja se realiza en defensa de nuestra condición de mexicanos, lo terrible del maltrato a unas personas es que nadie, sin importar la nacionalidad, condición social o creencia religiosa, merece que se violenten sus derechos humanos; nadie debería ser agredido con el encierro y la discriminación. Nadie. Así de sencillo. Lamentablemente el motivo del enojo radica en creer que hemos sido ultrajados en nuestra mexicanidad, sin pensar, cobijándose en el reduccionismo que acomoda en una zona de confort donde no hay matices se reacciona contra los de afuera, se deja de ver la viga en el ojo ajeno y se olvida lo que nosotros mismo hemos realizado por ignorancia y racismo.
Reduccionismo puro: los de afuera son los malos, eso nos absuelve, al ser víctimas estamos perdonados, en esa condición se aplaude el más disparatados de los discursos o la queja más inútil; sobre todo se deja de pensar, nos deja en el estado anímico más peligroso, más que cualquier supuesto ataque a la bandera o invasión de Masiosares.
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