Tres bandoleros obligan al dueño de la barbería y a su hijo a esconderse. Uno de los criminales toma el lugar del barbero mientras sus compañeros se ubican afuera del negocio para preparar la emboscada contra Jack Beauregard (Henry Fonda) —uno ordeña una vaca, el otro cepilla un caballo—. Cuando el falso barbero acerca la navaja a su cuello, Beauregard amartilla su pistola y le apunta a la entrepierna. Los compañeros del potencial castrado vigilan la escena. Movimiento de la navaja. Mirada tensa de cada malhechor. Cepillado del caballo. Ordeña in crescendo. Termina la rasurada y Beauregard camina hacia el espejo, vemos su reflejo y el de los tres criminales —uno dentro y los otros a lo lejos, por las ventanas—. Un disparo, el espejo se estrella, Beauregard gira y responde el fuego. Tres bandoleros caen al mismo tiempo. El hijo del barbero pregunta a su padre si hay alguien más rápido con la pistola que Beauregard: “Nadie”, es la respuesta.
“Nadie” (Terence Hill) es un admirador empedernido de Jack Beauregard. Sabe que su ídolo es constantemente retado por jóvenes que quieren para sí la gloria de haberlo vencido. “Nadie” se empeña en ayudar a Beauregard —quien ha decidido irse a Europa para descansar de tanto duelo absurdo— a terminar su carrera como un verdadero héroe. Su plan es enfrentarlo contra la pandilla salvaje, un grupo de ciento cincuenta criminales, y después fingir su muerte —por supuesto a manos de Nadie—para consagrarlo.
El estilo de Nadie y el de Beauregard son opuestos. La película —Il mio nome é Nessuno— se ubica entre la época dorada del spaghetti western y el inicio de su parodia. Henry Fonda interpreta al vaquero solitario, justiciero, serio, hijo del western clásico y héroe sublime del estilo italiano. La música que lo acompaña es una versión instrumental de “My way”. Terence Hill había filmado la saga de Trinity, y representa el inicio pastelazo vaquero, la hipérbole graciosa del género. Su tema musical está más cerca de la entrada de Los tres chiflados que de El bueno, el malo y el feo. Beauregard no hace ostentación, tienen un objetivo y prefiere conseguirlo por sí mismo, está cansado de la nueva violencia; su mundo se resolvía de manera romántica, en duelos definitivos. Beauregard es Aquiles. Nadie es un gracioso, derrota a sus enemigos, no sin antes hacerlos quedar en ridículo; se vale del fingimiento, del ingenio. Nadie es Ulises.
Cuando ya ha llegado a Europa, Beauregard le escribe a su extravagante seguidor. Acepta que su tiempo ha pasado, que el estilo gracioso de Nadie lo ha relegado a la historia; pero le advierte que alguien, en algún momento, decidirá también relegarlo a él, y que entonces ya no reirá tanto.
En la escena final, Nadie está a punto de ser rasurado. Cuando el barbero se aproxima, Nadie le apunta con su mano, a manera de pistola, directamente al trasero.
Dedicarse a la política debería requerir de gravedad. Para llegar arriba habría que escalar, para ser escuchado debería ser imprescindible decir algo digno de ser escuchado, para hacer leyes habría que saber. Por supuesto, esto no asegurará las buenas intenciones, la eficiencia, la honestidad o la aptitud; pero tampoco su negación.
Actualmente, la política es el territorio de la gracia. Cada vez con mayor frecuencia, ignorantes mexicanos, estadounidenses, españoles se encumbran como autoridades. Sus méritos son la falta de cultura, la estulticia y la grosería. La popularidad se asienta en los programas de espectáculos y en las infames secciones cómicas de los noticiarios. José María Aznar declaró: “La guerra de Irak es la lucha por la libertad de todos los pueblos del mundo y también de los árabes”. George W. Bush preguntó: “¿Ustedes también tienen negros?” (al expresidente de Brasil, Fernando Cardoso) y afirmó: “Sé que los peces y los seres humanos podrán convivir pacíficamente”. Vicente Fox aseguró que los mexicanos aceptan trabajos “que ni los negros aceptan”, dijo que ser presidente le daba “ñañaras” y calificó a sus oponentes de tepocatas y víboras prietas (y como todo en la vida se paga, alguien lo llamó chachalaca).
El problema no es nuevo —basta recordar la joya de Manuel Bernardo Aguirre: “ni nos perjudica ni nos beneficia, sino todo lo contrario”—, pero es claro que ha pasado de excepción a epidemia. Nos equivocamos de batalla, combatir las “viejas mañas” ha sido traducido como ser más cool, actuar más relajadamente y olvidar la ceremonia. Nada de terminar con la corrupción, los beneficios ingentes para la clase dirigente, las negociaciones en lo oscurito.
Beauregard, anticuado, serio, violento, ha sido jubilado. Nadie, joven, gracioso, violento, lleva unos años en activo. Y para nosotros la cosa no cambia mucho. Quizá lo mejor sería dejar de ver películas de vaqueros.
pland.com.mx