Nalgadas a Mónica Bellucci - LJA Aguascalientes
15/11/2024

 En hombre, Smith, toma café y come una zanahoria en un callejón oscuro. Una mujer embarazada pasa corriendo frente a él, un asesino va tras ella. Smith —Clive Owen— se levanta y los sigue. Cuando el asesino está por atrapar a su víctima, Smith interviene. La mujer da a luz, pero muere a consecuencia de la balacera que sigue. A partir de ahí, la película —Shoot ‘Em Up— es una escalada de acción. Cada escena es más inverosímil que la anterior. Smith se despacha a más de doscientos malvados asesinos de negro que suben una escalera —él baja por una cuerda al centro de la escalera mientras gira y dispara, eliminando enemigos—; salva al bebé haciendo girar un volantín a balazos; acaba con cuanto villano se le acerca mientras tiene relaciones con Dona Quintano —Monica Bellucci—, y sobrevive a una balacera en caída libre. Pero no se piense que Smith es un vulgar despiadado. Además de proteger a un pequeño desconocido y enamorar a la bella prostituta Quintano, es un observador estricto de la civilidad: cuando las circunstancias lo obligan a robar un automóvil, se decide por el de una persona que al estacionarse bloquea una rampa para minusválidos. Al manejar, mientras planea con la chica cómo resolver el problema, un tipo los rebasa y cambia de carril sin marcar el movimiento con sus direccionales. Eso enoja a Smith, es tan sencillo, sólo hay que mover una pulgada un dedo y listo, habrás hecho la indicación. Un poco más adelante el tipo lo hace de nuevo. El colmo, tira basura. Smith no soporta más, lo alcanza, lo choca por detrás y hace que el inconsciente ciudadano se estrelle contra un poste. En otro momento, una mujer decide disciplinar a su hijo en público y darle de nalgadas. Terrible error. Smith la ve, la furia lo inunda, se acerca a ella y le dice que deje de golpear a su hijo, ella responde desafiante, él le da de nalgadas a ella. 

Un ciudadano que decida observar detenidamente la ciudad encontrará una carencia total de Smiths. Y no es que nos falten balaceras, persecuciones o villanos (tenemos de sobra). De lo que realmente carecemos es de individuos que observen un mínimo de civilidad. Tan sólo en un crucero es posible descubrir que no hay quien disminuya la velocidad al ver la luz amarilla en el semáforo, por lo menos diez autos aceleran y cuatro cruzan cuando está ya el rojo. Cuando hay laterales en las avenidas, se interpretan como alternativas para girar a la izquierda aprovechando los semáforos de las calles transversales. A cada desobediencia habrá que añadir que quienes las cometen tienden a hacerlo mientras hablan por celular. La habilitación de los camellones como lugares de estacionamiento se da de manera simplísima, basta que uno deje su carro ahí, para que en minutos otros muchos se sientan autorizados para hacer lo mismo. 
Desobedecer es la consigna. Tan sólo intente recorrer la avenida Gómez Morín a la velocidad que indican los señalamientos como máxima. Pronto será usted objeto de reclamos, claxonazos y luces que le guiñan frenéticas. Vamos, ni las patrullas de Tránsito son capaces de respetar el límite de 40 ó 60 kilómetros por hora. Las señales son decoración, no se confunda. Como son decoración la pintura roja y amarilla de las guarniciones, las vueltas a la izquierda suprimidas, las prohibiciones a dar vuelta en U, los lugaares para discapacitados, las flechas que indican el sentido. 
Quizá exagero. Hay una señal multifuncional siempre respetada. Nunca nos la enseñaron pero al parecer todo la conocemos: las intermitentes. Resulta que, aunque no aparece en códigos ni manuales, las intermitentes son la más poderosa fuente de invulnerabilidad con que cuenta un automovilista. Basta que las encendamos para volvernos prácticamente intocables, ellas nos facultan para estacionarnos en doble fila —compruébese en la calle Zaragoza a la altura de la línea de fuego, todos los días, a toda hora—, para disminuir la velocidad de manera intempestiva. Por supuesto, también sirven para indicar que no tenemos idea de qué estamos haciendo y que por lo tanto nadie deberá sorprenderse si de pronto hacemos una maniobra torpe y peligrosa. 
Para solucionar tal falta de respeto a las señales, alguna vez, alguien propuso una innovación: la cero tolerancia, que consiste en —no me lo va a creer— aplicar la ley, hacer que se obedezcan los reglamentos y multar cuando sea pertinente. Por supuesto un desplante tal de originalidad, un pensamiento de avanzada de esa magnitud, significa no sólo un rompimiento sino un avasallamiento de paradigmas y por ello resultó muy bien recibido por la sociedad y las autoridades. Fue tan bien acogido que actualmente recibe un trato idéntico al que recibe cualquier señalamiento de tránsito: se obedece, pero no se cumple —y vaya que tal situación tiene su raigambre—. 
No sugiero que cientos de personas enojadas salgan a la calle a corregir conductores desobedientes golpeándolos por detrás, ni me propongo dar de nalgadas a cuanta madre nalgueadora me encuentre —excepción hecha, desde luego, de que tal madre fuera Monica Bellucci—. Propongo algo quizá más vanguardista, incluso más que la famélica cero tolerancia que nos recetaron: ¿y si obedeciéramos efectivamente los señalamientos, y los reglamentos, y las básicas normas de convivencia? Aunque sé que suena en exceso temerario, podría funcionar. 


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