Escribió Rocky. Y la segunda parte, y la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta también. Dirigió el último Rambo, el último Rocky y hasta Staying Alive (la secuela innecesaria de Saturday Night Fever). Este año estrenó The Expendables (actúa, escribe y dirige). Sylvester Stallone no pasará a la historia por su histrionismo depurado, sus guiones perfectos ni su dirección brillante. De hecho es bastante malo en los tres rubros. No obstante, tiene sus aciertos. Además de, por ejemplo, un momento brillante en Rocky III —sin dudas la mejor de la hexalogía—, Sly nos ha regalado una escena memorable en The Expendables. Cuando Sandra, la hija del dictador latino (cliché) es golpeada por el guardaespaldas (cliché) del gringo malo (cliché, pero es Eric Roberts, así que no hay queja que valga), sabemos que nada bueno le espera. Lo que sigue es un momento mínimo, excelentemente bien filmado, de estremecimiento puro. Una celda, una mesa, una cuerda, cuatro hombres sujetan a Sandra, las tomas se suceden cada vez con mayor rapidez, la cámara intenta seguir los movimientos, el espectador debe llenar con su miedo los huecos. La arrojan sobre la mesa, la atan, le tapan el rostro con una toalla y dejan caer agua hasta que sienta el ahogo. Corte a: de vuelta al churrazo de acción. Créditos finales.
Benny ha vuelto de los Estados Unidos. El México al que llega es un pueblito en medio de la nada, donde o eres prostituta o cantinero o narco. Después de una débil resistencia, Benny opta por la tercera opción, se enamora de la viuda (ahora prostituta) de su hermano (que fue narco y murió en ello) y se hace cargo de su sobrino (que va para narco que vuela). Un tono insuficiente de tragedia, humor negro (gris casi) y mensaje moralino. Un inverosímil pueblo atestado de criminales —donde sólo hay tres tres camionetas— y la simplificación absurda del momento más triste de nuestra historia. Un remake descarado de La ley de Herodes. Un Damián Alcázar “provinciano” (esa provincia, mezcla de Sonora y Chiapas, que sólo los habitantes del D.F. conciben) casi tan mal logrado como los últimos papeles de Yazpik. Una actuación notable: Joaquín Cosío (Cochiloco). Perdemos el tiempo viendo la pésima subtrama del J.R. (hijo del capo), y nos reventamos la inmersión del Benny en el infierno en un montaje estilo “guardarropas” de película de comedia. Y la bofetada al sistema, y la denuncia contundente, y el reclamo furioso… perdidos en una película tímida, pálida, incapaz de acercarse ni como comparsa a la realidad. Créditos finales. Corte a: este país, así como lo dejamos antes de entrar a la sala.
Las mejores películas acerca de la guerra de Vietnam se filmaron años después de terminado el conflicto bélico. Apocalypse Now, Platoon, Full Metal Jacket, entre otras, le recuerdan a los estadounidenses el horror. Convivir con el suceso no permite la reflexión desde de la butaca, la catarsis del espectador, el arrepentimiento. Cuando se está en guerra, nada la representa, nada la denuncia, nada la puede hacer peor, sino ella misma. En pantalla, decenas de Huey avanzando como valquirias contra una aldea vietnamita sólo atemorizan cuando hemos comenzado a olvidar las aldeas reales arrasadas. La soledad de un personaje que ve a su pelotón alejarse volando mientras es acribillado en la selva resulta impactante cuando el dolor por los soldados de verdad, hijos, esposos, padres, ha mutado en recuerdo. Un grupo de soldados que marchan por una ciudad destrozada mientras cantan la canción de Mickey Mouse es atroz si detalles como ése han escapado ya de las versiones oficiales, de los recuerdos autorizados.
Intentar una película de comedia mientras la tragedia espera al terminar las palomitas es un riesgo casi insalvable. El infierno, de Luis Estrada, fracasa estrepitosamente. Su relación con la realidad de nuestro país es menos un retrato que un boceto analfabeto. La insistencia en que estamos como estamos por culpa de la pobreza además de ser un argumento simplista e injusto —millones de pobres no han caído, ni caerán jamás en la tentación del dinero fácil, y miles de niñatos de clase media y alta se incorporan cada día a las filas del crimen organizado—, es una salida fácil. Así podemos culpar a los gobernantes, olvidar que el país somos todos, quejarnos, asustarnos de lo que “ellos” —los otros, quien sea menos nosotros— hacen.
Quizá cuando el infierno que vivimos termine —porque debemos creer que así será— y se intente minimizarlo, tergiversarlo, olvidarlo, el cine nos recordará hasta dónde descendimos, nos recordará que fuimos salvajes. Quizá entonces lloremos en nuestra butaca al escuchar de nuevo los corridos que ahora bailamos, al ver en pantalla la playera de un asesino sonriente que ahora codiciamos. Ojalá haya, si no una película, una escena —aunque sea escondida en un churro ruidoso— cuyos huecos podamos llenar con la memoria del miedo.
La comedia debería esperar un poco más.
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